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4/12/2009

MARTIN CAPARROS / NUEVO LIBRO


ADELANTO:

Una Luna

Es un diario de un viaje acelerado, enloquecido, un hiperviaje: un mes de saltos entre ciudades en las que el autor se encuentra con una enorme población actual que, de un modo u otro, busca lugares nuevos para intentar vidas distintas.

"Una luna es el diario de un viaje acelerado, enloquecido, un hiperviaje: un mes de saltos entre Kishinau y Monrovia, Amsterdam y Lusaka, Pittsburgh y París, Madrid, Barcelona y Johannesburgo, en el que Martín Caparrós, enviado por una agencia de Naciones Unidas, se encuentra con jóvenes migrantes de muy diversas clases: mujeres traficadas, refugiados de guerra, polizones de pateras, niños soldados, víctimas del sida, pandilleros deportados, trabajadores, estudiantes, toda esa enorme población actual que, de un modo u otro, busca lugares nuevos para intentar vidas distintas. Las migraciones, el drama del destierro, los abismos entre primer y tercer mundo, el lugar de las mujeres, los límites del hombre, las nuevas formas de viajar y las posibles formas de contarlo son algunos de los temas de este libro, que no esquiva –tampoco– la reflexión autobiográfica”, dice la contratapa de Una luna. Lo que no dice es que, antes de ser un libro, Una luna fue un cotillón: hace dos años, cuando estaba por cumplir 50, Martín Caparrós hizo una edición personal de 222 ejemplares –sin título, sin copyright, sin precio– de este raro viaje desquiciado, y lo regaló a sus amigos, enemigos cercanos y parientes para su cumpleaños. Tiempo después, su editor lo convenció de que debía convertirlo en un libro, hacerlo público; este mes, Una luna aparece, corregido y aumentado, en Anagrama.


Vista de arriba, la Tierra es no figurativa: formas abstractas, giros, torbellinos, sombras, geometría, arabescos a veces como los que formaron quienes temían copiar los dibujos divinos. Es curioso que haya que haber inventado el avión para descubrir que, también en esto, la naturaleza imita al arte. Incluso cuando el arte intenta huir de la naturaleza.

Ahora vuelo sobre la costa africana: ruta de las pateras.

Quizás allá abajo, en un bote confuso, cuarenta o cincuenta morochos están arriesgando todo para llegar a España –al país del que escapó mi abuelo. Dentro de diez o quince días, en Barcelona y en Madrid, tendré que entrevistar a alguno de ellos. Por el momento vuelo por encima. Quizás alguno hasta nos mire, piense algo sobre esos que sí vuelan.

Mi abuelo Caparrós zarpó, hace sesenta años, de las Islas Canarias en una suerte de patera –se escapaba de Franco. Ni siquiera quería ir a Argentina, pero terminó allí, y por eso yo soy el que soy. Los azares son aterradores –y nada los vuelve más visibles que un buen viaje.

Gallup hace esas cosas: pregunta a cincuenta mil personas en el mundo qué piensan de esto aquello y lo de más allá, y después te explican cómo somos. Leo que los africanos son, de lejos, los más optimistas del planeta –junto con los norteamericanos. Y, también, los más religiosos del planeta –junto con los norteamericanos. Y, también, los más convencidos de que la democracia es el mejor régimen posible –junto con los norteamericanos. No quiero abusar, pero hace años llamé la Patria Capicúa a esa Argentina menemista donde los más ricos y los más pobres coincidían en votar al muñeco de torta. ¿Habrá que hablar del Mundo Capicúa?

Leí que en Sierra Leona les cortaban las piernas o los brazos y no los mataban; que en Liberia no les cortaban nada y los mataban. Acabo de hacer escala en Freetown, vuelo hacia Monrovia –y no quiero seguir tratando de suponer cuál es peor. Después sabré que ni siquiera es cierto.

Antes de ir a algún lugar, suelo enterarme de cómo es ese sitio: en eso consiste también, supongo, mi trabajo. Pero esta vez los lugares se decidieron hace pocos días y, desde entonces, he estado en otros lugares igualmente desconocidos. Así que esta vez no sé nada o casi nada todavía y me sobresalta leer en el avión que la presidenta de Liberia ha prometido restablecer la luz y el agua en Monrovia “en un máximo de ciento cincuenta días”.

Hace once horas, cuando despegamos, el vuelo parecía casi infinito: faltaba tanto para que consiguiera terminarse –que es lo que uno espera de un buen vuelo. Pero ahora la voz dijo que pusiéramos los respaldos de nuestros asientos en posición vertical y nos preparámos para el aterrizaje. Dentro de quince minutos estará terminado: absolutamente terminado, como algo que nunca hubiera sucedido. A menos que intervenga el accidente: si en estos catorce minutos que nos faltan pasa algo inesperado, si el avión tropieza y se derrumba, si se despista siquiera y termina en el pasto, si el susto o el espanto, este vuelo va a durar mucho más, días más, años más, quién sabe para siempre.

La desaparición es el destino de las cosas banales, semejantes.

La permanencia, en cambio, suele ser muy cara.

He salido de muchos aeropuertos, pero esta noche tuve miedo. Junto con el precioso golpe de calor –ah, ese golpe, esa primera bocanada de aire caliente y húmedo y podrido, el abrazo del trópico–, había muy poca luz, morenos tan confusos, soldados mal vestidos bien armados, bandadas de chiquitos gritones corredores. Después, en la carretera hacia Monrovia, ningún farol, un par de controles artillados de los Cuerpos de Paz. La luna ya menguando, chozas oscuras a los lados y más chozas y faroles de querosén y ninguna luz pública y de tanto en tanto una aglomeración de gente que camina, espera algo, baila, bebe, la sensación de tan precario. Las tinieblas. Mañana todo va a ser muy diferente.

O quizá no, quién sabe.

Pero la luna, perra, por alguna razón se hizo amarilla.

International School of Aviation, dice un cartel rojo de óxido arruinado, pintado a mano, entre las chozas. Sí, y acá había un cartel que decía Bienvenidos pero lo destruyeron, me dice mi chofer. Después me dice que se llama James.

Hace días que hablo en idiomas que no son el mío con gente que me habla en idiomas que no son los suyos. Es, casi, una forma de la gentileza.

El hotel de Monrovia está bastante malogrado, lleno de muchachos que trabajan de no sé sabe qué, oloroso a humedad, poco agraciado, y es carísimo. Tiene una ventaja comercial decisiva: es el único que queda en la ciudad. En el barcito del hotel –barra, tres mesas bajas, fútbol en la tele– una holandesa cuarentona flaca me cuenta que vino a ver si podía recuperar algo de las empresas familiares –un hotel, sobre todo, de trescientos cuartos invadido y saqueado y destruido, confiscado– y me dice que no sabe por qué vuelve pero vuelve. Son las cosas que el África te hace, me dice –y ni siquiera se sonríe.

Después descubriré que el hotel tiene un deck de madera con unas mesas frente al mar. Allá abajo está el mar, un mar sin gracia, puro mar, espacio chato azul abierto impenetrable. El placer de mirarlo.

De saber que ahí sí que no es posible nada.

El ruido –el ruido– del generador que atruena el patio del hotel. Me lo explican: hace casi quince años que en el país no hay luz ni agua. Me dicen que ningún chico o adolescente liberiano se dio nunca una ducha, que no saben aquello de apretar un botón y encender una lámpara. Y que, además, casi ninguno fue a la escuela. Hace casi quince años que en todo este país no hay luz ni agua.

Aunque no sea tan cierto: los ricos –son muy pocos– tienen generadores y camiones cisterna que les llenan los tanques. La ciudad es pesada. Digo, cómo decir: pesada. Digo: parece que estuviera siempre a punto de caerse, derrumbarse. Edificios que siguen vivos por milagro, descascarados, rotos, muchos tapiados, algunos ocupados, tantos quemados o agujereados. Y gente gente gente: por todos lados hordas de personas.

O si no, digo: la ciudad un hormiguero zapateado.

Los edificios moribundos, la calle interminable sucia atiborrada donde se vende toda la ropa vieja de Occidente: África es el cementerio de nuestra ropa usada –que tenía que morir en algún sitio. Las zapatillas falsas son, en cambio, nuevas. Hay un mercado: cuanto más difícil es comprar y vender y comprar, más grande suele ser el mercado. Hay un mercado grande. Una mujer se especializa en los extremos: vende pies de chancho y cabezas de pescado; muchas mujeres llevan bultos sobre la cabeza en equilibrio, algunas sus bebés en la espalda, una nena arregla una y otra vez sus cuatro grupitos de cuatro bananas cada uno –y las bananas están negras de pasadas. La cantidad de chicos, humo, perros negros. Los chicos tienen ojos enormes –el calor no los vence. Un hombre tiene una pierna menos; dos hombres, más allá, tienen dos brazos menos –cada uno. Hay más hombres con menos, recuerdos de la guerra. Otro con media pierna usa una muleta de madera: a cada paso da un extraño salto. La muleta es muy corta. Si fuera diez centímetros más larga coincidiría con su pierna entera, le permitiría caminar sin ese sobresalto: trato de pensar por qué no lo habrá hecho, trato de no pensarlo. Siguen más moscas, cebollas, chiles rojos, aceites rojos, carne gris y sonrisas muy blancas: bastantes me sonríen, varios no. Una mujer me dice blanco de mierda qué estás haciendo acá, esto no es para blancos de mierda. Yo la miro y trato de hacerle una sonrisa despectiva; ella sigue gritando. A ella le sale mejor que a mí pero tiene ventaja: siempre es más fácil gritar que sonreírse. Ocho o diez policías se llevan a un hombre bajo rengo sucio con harapos y una herida en la panza sangrando: lo que en Colombia saben llamar un desechable. El hombre grita muy bajito, casi por compromiso. En el mercado no hay alardes, no venden nada que no sea muy primario: comida, ropa usada, telas colorinche para vestidos africanos, jabón, candados, zapatillas, velas made in Liberia. Las velas parecen ser la industria local más floreciente. Dicen que un poco más allá, en esa parte donde varios me encarecieron que no fuera, venden el uso de mujeres, pero eso también debe ser bien primario.

Un cartel de Médicos Sin Fronteras pintado a mano muestra una escena de violación naïve y dice que las violaciones no deben dar vergüenza y que hay que denunciarlas e ir al hospital. El cartel es crudo: de un lado un hombre está desnudando a una mujer que se debate; del otro, tres más la están violando. La gente pasa al lado y no lo mira; lo deben haber visto tantas veces.

Este país fue extraño ya desde el principio. Lo fundó, hacia 1830, un grupo de ex esclavos negros norteamericanos con el apoyo de antiesclavistas blancos norteamericanos –que seguramente querían sacárselos de encima. Ellos les dieron plata y apoyo para que volvieran a sus raíces africanas y establecieran allí su propio espacio; por eso lo llamaron Liberia –la tierra de los libres– y a su capital Monrovia –en agradecimiento al presidente Monroe. Pero, a poco de llegar, los ex explotados empezaron a explotar a los negros locales y, durante siglo y medio, sólo sus descendientes fueron ricos o poderosos o presidentes de Liberia. De cómo reproducir –perfectamente, en beneficio propio– lo que decían que odiaban, el orden dominante.

Hay caminatas complicadas. Evito la mirada de un muchacho sin piernas para chocar con una vieja mendiga que se rasca, ampulosa, las axilas; me deshago de un hombre que quiere venderme vaya a saber qué para caer frente a una madre que me muestra un bebe flaco y lloriquea. Casi tropiezo con tres adolescentes mugrientos muy descalzos que se pegan con multitud de gritos; en el suelo, un bebé de dos o tres años juega con la teta de su madre dormida, esponjita arruinada. En estas calles no hay forma de sustraerse a la pobreza extrema. El mundo, me parece, se puede dividir en países donde los ricos pueden vivir sin ver un pobre y los países donde no, los más brutales. Aquí todos me piden algo y yo camino –y me detesto– en mi postura occidental conchuda: la mirada al frente, alta, inalcanzable, perdida en un infinito imaginario, del perfecto blanco hijo de puta.

Y me digo que no tengo más remedio, que qué más podría.

Este mediodía tengo un recreo. La directora de la oficina local del Fondo de Población me invita a almorzar a su casa –departamento casi modesto, bastante vacío: la señora me explica que no quiso traer muebles por si tiene que evacuar de urgencia, y que de todas formas la ONU no le permite venir con su familia, por el riesgo. Pero Charles, su mucamo, nos sirve una comida deliciosa y una copa de vino y ella, Rose, ruandesa, me cuenta cómo ochenta y dos parientes suyos –madre, padre, cuatro hermanas, cinco hermanos, incontables sobrinas y sobrinos– murieron en el genocidio del ‘94. Que ella estaba en el Chad y nadie podía decirle nada, que estaba desesperada y pensó seriamente en matarse. Que tres años después volvió a Ruanda y pudo recuperar cuarenta de los cuerpos, que levantó un memorial junto a su casa, que un campesino de la aldea le decía yo decapité a tu padre pero no del todo, el que terminó de cortarle la cabeza fue fulano, y a tu madre no, no le hice nada, bueno tu madre como andaba siempre enferma con un golpe en la cabeza ya se murió, fue duro pero nosotros ya perdimos perdón y dios nos perdonó, no te preocupes. Y el guiso de pescado está estupendo y el vino después de varios días y Rose me dice que cuando se jubile piensa volver a su país porque a ella lo que le gusta es África y que además la vida en África es más fácil, tenés quién te cocine, y los viejos sí ocupan un lugar, son importantes. Y que si se quedara en Nueva York, dice, donde ha vivido muchos años, quién le haría ningún caso.

Y el ruido –los gritos, las radios, las bocinas: la pobreza es el ruido que no cesa."

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