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4/21/2011

LA DIVINA COMEDIA* Infierno, cantos I,II,III, y IV



De Dante Alighieri

El Infierno

Canto I

En medio del camino de nuestra vida
me encontré en un obscuro bosque,
ya que la vía recta estaba perdida.

¡Ah que decir, cuán difícil era y es
este bosque salvaje, áspero y fuerte,
que en el pensamiento renueva el miedo

Tan amargo, que poco lo es más la muerte:
pero por tratar del bien que allí encontré,
diré de las otras cosas que allí he visto.

No sé bien repetir como allí entré;
tan somnoliento estaba en aquel punto,
que el verdadero camino abandoné.

Pero ya que llegué al pie de un monte,
allá donde aquel valle terminaba,
que de pavor me había acongojado el corazón,

miré en alto, y vi sus espaldas
vestidas ya de rayos del planeta,
que a todos lleva por toda senda recta.

Entonces se aquietó un poco el espanto,
que en el hueco de mi corazón había durado
la noche entera, que pasé con tanto afán.

Y como aquel que con angustiado resuello
salido fuera del piélago a la orilla
se vuelve al agua peligrosa y la mira;

así mi alma, que aún huía,
volvióse atrás a remirar el cruce,
que jamás dejó a nadie con vida.

Una vez reposado el fatigado cuerpo,
retomé el camino por la desierta playa,
tal que el pie firme era siempre el más bajo;

y al comenzar la cuesta,
apareció una muy ágil y veloz pantera,
que de manchada piel se cubría.

Y no se apartaba de ante mi rostro;
y así tanto me impedía el paso,
que me volví muchas veces para volverme.

Era la hora del principiar de la mañana,
y el Sol allá arriba subía con aquellas estrellas
que junto a él estaban, cuando el amor divino

movió por vez primera aquellas cosas bellas;
bien que un buen presagio me auguraban
de aquella fiera la abigarrada piel,

la ocasión del momento, y la dulce estación:
pero no tanto, que de pavor no me llenara
la vista de un león que apareció.

Venir en contra mía parecía
erguida la cabeza y con rabiosa hambruna,
que hasta el aire como aterrado estaba:

y una loba que por su flacura
cargada estaba de todas las hambres,
y ya de mucha gente entristecido había la vida.

Tanta fue la congoja que me infundió
el espanto que de sus ojos salía,
que perdí la esperanza de la altura.

Y como aquel que goza en atesorar,
y llegado el tiempo en que perder le toca,
su pensamiento entero llora y se contrista;

así obró en mi la bestia sin paz,
que, viniéndome de frente, poco a poco,
me repelía a donde calla el Sol.

Mientras retrocedía yo a lugar bajo,
ante mis ojos se ofreció
quien por el largo silencio parecía mudo.

Cuando a éste vi en el gran desierto
Ten piedad de mí, le grité,
quienquiera seas, sombra u hombre cierto.

Respondióme: No hombre, hombre ya fui,
y lombardos fueron mis padres,
y ambos por patria Mantuanos.

Nací sub Julio, aunque algo tarde,
y viví en Roma bajo el buen Augusto,
en tiempos de los dioses falsos y embusteros.

Poeta fui, y canté a aquel justo
hijo de Anquises, que vino de Troya,
después del incendio de la soberbia Ilion.

Pero tú, ¿Porqué a tanta angustia te vuelves?
¿Porqué no trepas el deleitoso monte,
que es principio y razón de toda alegría?

¡Oh! ¿Eres tú aquel Virgilio, aquella fuente
que expande de elocuencia tan largo río?
le respondí, avergonzada la frente.

¡Oh! De los demás poetas honor y luz,
válgame el largo estudio y el gran amor,
que me han hecho ir en pos de tu libro.

Tú eres mi maestro y mi autor:
tú sólo eres aquel de quien tomé
el bello estilo, que me ha dado honor.

Mira la bestia por la que me he vuelto:
socórreme de ella, famoso sabio,
porque hace temblar las venas y los pulsos.

Otro es el camino que te conviene,
respondió al ver mis lágrimas,
si quieres huir de este lugar salvaje;

porque esta bestia, por la que gritas,
no deja a nadie pasar por el suyo,
sino que tanto impide, que mata:

su naturaleza es tan malvada y cruel,
que nunca satisface su hambrienta voluntad,
y tras comer tiene más hambre que antes.

Muchos son los animales con que se marida
y muchos más habrá todavía, hasta que venga
el Lebrel, que le dará dolorosa muerte.

No se alimentará de tierra ni de peltre,
mas de sabiduría, de amor y de virtud
y su patria estará entre fieltro y fieltro.

Será la salud de aquella humilde Italia,
por quien murió la virgen Camila,
Euriale, y Turno y Niso, de sus heridas:

De ciudad en ciudad perseguirá a la loba,
hasta que la vuelva a lo profundo del infierno,
de donde la envidia la hizo salir primero.

Ahora por tu bien pienso y entiendo,
que mejor me sigas, y yo seré tu conductor,
y te llevaré de aquí a un lugar eterno,

donde oirás desesperados aullidos,
verás a los antiguos espíritus dolientes,
cada uno clamando la segunda muerte;

después verás los otros, que en el fuego
están contentos, porque unirse esperan,
cuando sea, a las felices gentes;

a las cuales, después, si quisieras subir,
un alma habrá más digna que yo para tu ascenso;
te dejaré con ella, cuando de ti me parta:

que aquel emperador, que allá arriba reina,
porque rebelde fui a su ley,
no quiere que a su ciudad por mi se llegue.

Impera en todas partes, y allá reina,
allá está su ciudad y allá su alta sede:
¡Feliz aquel a quién para su reino escoge!

Y yo a él: Poeta, te intimo
por aquel Dios que no conociste,
de éste y de peor mal que yo me salve,

que allá me lleves donde tú dijiste,
así que vea la puerta de san Pedro,
y a aquellos tan tristes que tú dices.

Entonces se movió, y yo me pegué detrás.


Canto II

Sinopsis:

Dante siente miedo del viaje que le espera y pregunta a su maestro si es digno de tal empresa. Virgilio le contesta que Beatriz lo envió para rescatarlo, así que nada debe temer porque un alma bienaventurada lo protege.


Canto

Íbase el día, y el aire oscuro,
a los animales de la tierra,
libraba de las fatigas; y por mi parte solo yo

me preparaba a sostener la guerra
tan del camino y tan de la piedad,
que ha de referir la mente que no yerra.

¡Oh Musas! ¡Oh alto ingenio!, ayudadme ahora;
¡Oh mente que escribiste lo que vi!
Aquí se mostrará tu nobleza.

Comencé entonces: Poeta que me guías,
considera si es fuerte mi virtud,
antes que al alto paso me confíes.

Tu dices que el padre de Silvio,
aun corruptible, al inmortal siglo
pasó, y fue sensiblemente.

Pero si el adversario de todo mal
le fue gentil, pensando en el alto bien,
que salir de él debía, y qué gentes, y cuál imperio,

no parecerá indigno a un hombre de intelecto:
porque del alma Roma y de su imperio
fue elegido padre en el empíreo Cielo:

A decir verdad la una y el otro
fueron establecidos lugar santo
donde está la sede del sucesor del mayor Pedro.

En este viaje, por el que lo exaltas tanto,
oyó cosas que fueron la causa
de su victoria y del papal manto.

Viajó también el Vaso de elección,
para dar firmeza a aquella fe
que es principio en el camino de la salvación.

Pero yo ¿Porqué he de ir? o ¿Quién lo concede?
No soy Eneas, Pablo no soy:
que sea digno, ni yo ni nadie lo cree,

porque si a tal ir me abandono
temo que el viaje sea locura:
Sé sabio, y óyeme que yo ya no razono.

Y como aquel que desquiere lo que quería
y por nueva idea el propósito descambia,
y así de lo comenzado se aparta entero;

así me cambié yo en aquella cuesta obscura:
así, pensado, se consumió la empresa
cuyo comenzar fue con tanta fuerza.

Si he bien oído tus palabras,
repuso de aquel magnánimo la sombra,
tu alma está herida de bajeza:

la cual muchas veces estorba al hombre
tanto, que de empeñada empresa lo retorna,
como bestia espantada de una sombra.

A fin de que de este temor te libres
te diré, porqué yo vine y lo que oí
en aquel punto primero cuando me dolí de ti.

Estaba yo entre aquellos en suspenso
y una mujer me llamó, bendita y bella,
tanto de que me mandara yo la requerí.

Lucían sus ojos más que la estrella:
y comenzó a decirme suave y humilde,
con angélica voz, en su lenguaje:

¡Oh gentil alma Mantuana!
cuya en el mundo aún la fama dura
y durará cuanto el movimiento dure, lejana:

mi amigo, que no lo es de la ventura,
de la desierta playa está tan impedido
en el camino, que vuelto se ha de miedo:

y temo que no esté ya tan perdido
que tarde me haya levantado a socorrerlo,
de acuerdo a lo que de él en el Cielo he oído.

Ahora muévete, y con tu palabra ornada
y con lo necesario para que él sobreviva,
ayúdalo pues, para que yo quede consolada.

Yo soy Beatriz, la que te manda vayas.
Vengo del lugar de a donde volver deseo:
Amor me movió, el que me hace hablar.

Cuando esté ante mi Señor,
hablaré bien de ti con frecuencia.
Calló pues, y comencé yo entonces:

Oh mujer de virtud única por la que
la humana especie excede todo lo que hay en
aquel Cielo, cuyos menores son los círculos;

Tanto me agrada tu mandato,
que en obedecerlo, si ya lo hubiera, sería tardo;
nada ganarías con más ampliarme tu deseo.

Pero dime la razón que no te cuidas
de bajar aquí abajo a este centro
desde aquel amplio lugar, al que volver ardes.

Lo que saber tan profundamente deseas
te diré brevemente, me repuso,
porqué no temo venir aquí adentro.

Solo aquellas cosas se han de temer
que detentan poder de daño a otro;
de las otras no, que no son temibles.

Estoy hecha así por Dios, por su merced,
que vuestra miseria no me alcanza,
ni la llama de este incendio no me asalta.

Mujer hay gentil en el Cielo, que se apiada
por este entrabamiento al que te mando,
y tanto, que el duro juicio de allá quebranta.

Es ella la que llamó a Lucía en su demanda
y dijo: Tiene necesidad tu fiel
de ti, y yo a ti lo recomiendo.

Lucia, enemiga de todo cruel
movióse, y vino al lugar donde yo estaba,
sentada con la antigua Raquel.

Dijo: Beatriz, alabanza de Dios verdadera,
¿Que no socorres a aquel que te amó tanto
que por ti salió de la vulgar tropa?

¿La compasión no escuchas de su llanto,
no ves la muerte que combate
en tumultuoso río más que la mar violento?

No hubo en el mundo más veloz nadie
en pro de su bien y en contra de su daño,
que yo, después de recibidas las palabras;

aquí abajo vine desde mi bendito escalón,
confiando en tu parlar honesto,
que a ti te honra y a quienes lo han oído.

Después de haberme razonado de esa forma
volvióme los lucientes ojos lagrimando,
por más presto a venir forzarme:

y así que vine a ti, como ella quiso,
te levanté de ante de aquella fiera
que del bello monte el breve paso te cerraba.

¿Entonces qué? ¿Porqué te quedas todavía?
¿Porque en el corazón encierras tanta bajeza?
¿Porqué el ardor te falta y la grandeza?

¿Acaso no tienes tres mujeres benditas
que de ti curan en la corte del Cielo,
y mi palabra que tanto bien te promete?

Como la florcillas bajo el nocturno hielo
doblegadas y oclusas, así que el Sol las ilumina,
se yerguen abiertas en sus tallos;

tal fui yo, desde mi ánimo abatido
y a tan buen ardor el corazón me enardeció
que comencé a decir como persona decidida:

¡Oh piadosa aquella que ha venido en mi socorro,
y tú que veloz gentil obedeciste
a las veraces palabras a ti dirigidas!

Me has colmado el corazón con tal deseo
al viaje, con tus palabras,
que retornado he a mi primer propósito.

Ve adelante que ambos somos de un sólo querer,
tú Conductor, tú Señor y tú Maestro:
Así le dije; y puesto luego él en marcha,

entré por el camino duro y salvaje.


Canto III

«Por mi se va a la ciudad doliente,
por mi se ingresa en el dolor eterno,
por mi se va con la perdida gente.

La justicia movió a mi alto hacedor:
Hízome la divina potestad,
la suma sabiduría y el primer amor.

Antes de mí ninguna cosa fue creada
sólo las eternas, y yo eternamente duro:
¡Perded toda esperanza los que entráis!»

Estas palabras de oscuro tono
vi escritas en el dintel de una puerta:
Y dije: Maestro, me es duro el sentido.

Y él a mí, como persona atenta:
Es necesario aquí dejar todo recelo;
toda cobardía es necesario que aquí muera.

Hemos venido al lugar donde te dije
habías de ver la gente adolorida,
las que han perdido el bien del intelecto.

Después su mano en la mía puso
con rostro sonriente me reanimó,
y me introdujo adentro a las secretas cosas.

Allí suspiros, llantos y grandes males
resonaban en el aire sin estrellas,
que me hicieron llorar no bien entré.

Lenguas diversas, horribles lenguarajos,
palabras de dolor, acentos de ira,
altivas y roncas voces, con puñadas,

tumultuaban todas rondando
siempre en aquel astuto aire sin tiempo,
como la arena que el torbellino aspira.

Y yo con el horror ciñéndome la frente
dije: Maestro, ¿Qué es lo que oigo?
¿Y cuál es esta gente tan por el dolor vencida?

Y él a mí: Esta suerte miserable
es de las tristes almas de aquellos
que vivieron sin infamia y sin honor.

Mezcladas están con aquel malvado coro
de los Angeles que ni rebeldes fueron
a Dios, ni fieles, sino sólo para sí fueron.

Los echa el Cielo por no ser menos hermoso:
y el profundo infierno no los recibe
porque sus reos alguna gloria lograrían de ellos.

Y yo: Maestro, ¿Qué les es tan pesado
qué los hace lamentar tan fuertemente?
Repuso: Te lo diré brevemente:

Estos no esperan morir,
y es tan villana su ciega vida
que envidiosos están de cualquier otra suerte.

De ellos no queda fama en el mundo,
misericordia y justicia los desdeñan:
no tratemos ya de ellos, mas mira y pasa.

Y observando vi una insignia
que sin descanso rondaba velozmente
incapaz al parecer de detenerse:

y detrás la seguía una multitud
de gentes de la que nunca yo creyera
que tantas hubiera deshecho la muerte.

Después de haber reconocido a algunos
me fijé más y conocí la sombra de aquel
que miserable hizo la gran renuncia.

De pronto comprendí y certeza tuve
de que esta era la turba de los cautivos
que desagradan a Dios y a sus enemigos.

Los desgraciados, que nunca fueron vivos,
estaban desnudos y molestados mucho
por moscones y avispas que allí había.

Sangre les regaba el rostro
matizada de lágrimas, que a sus pies
fastidiosas lombrices recogían.

Y después que me di a mirar más lejos,
vi gente en la ribera de un gran río:
Por lo que dije: Concédeme ahora, Maestro,

que sepa quienes son, y porqué ley
están forzados a transbordar tan presto,
a lo que en la turbia luz puedo ver.

Y él a mí: Las cosas te serán contadas
al detener nuestros pasos
en la triste ribera del Aqueronte.

Entonces bajé avergonzados los ojos,
temiendo a mi charla por gravosa,
y hasta llegado al río hablar no quise.

Y entonces fue cuando a nosotros vi venir
en barco un blanco viejo por antiguo pelo
gritando: ¡Ay de vosotras, almas perversas!

¡No esperéis ya más de ver el Cielo!
Aquí vengo a llevaros a la otra orilla
a las tinieblas eternas, al calor y al hielo.

Y tú que estás allí, ánima viva,
aléjate de estos que están muertos.
Mas luego que vio que yo no me partía

dijo: Por otros puertos, por otra vía
llegarás a la playa para el paso, no por aquí:
Conviene que más leve leño te lleve.

Y el Conductor a él: Carón, no te atormentes,
quiérese así allá, donde se puede todo
lo que se quiere, y no preguntes más.

Entonces las velludas mejillas se aquietaron
del barquero del lívido pantano
de circundados ojos de círculos de fuego.

Mas aquellas infelices almas desnudas
cambiaron de color y rompieron a crujir los dientes
al punto de escuchar las palabras rudas.

Blasfemaban de Dios y de sus padres,
de la humana especie, del donde y el cuando y de la semilla
de su simiente y de su nacimiento.

Después todas cuantas eran se retiraron juntas
fuertemente llorando, hacia la malvada orilla
que aguarda a todo aquel que a Dios no teme.

Carón, demonio, con ojos de ascuas
a ellos señalando a todos recoge;
asestando con el remo a quien se atarda.

Como arrastra el otoño las hojas
una tras otra, hasta que la rama
devuelve a la tierra todos sus despojos,

de igual forma el simiente malo de Adán:
arrójanse de aquel borde una por una
a la señal, como acude el pájaro al reclamo.

Aléjanse entonces por las obscuras ondas
y antes que hayan descendido allá
ya se apretujan aquí nuevas legiones.

Hijo mío, dijo el gentil Maestro,
los que mueren en la ira de Dios
de todo país todos aquí vienen.

Y ansían cruzar el río
porque tanto los acucia la justicia divina
que se les torna el temor deseo.

Por aquí no pasa nunca un alma buena;
y por eso, si de ti Carón se queja,
bien comprenderás lo que su decir quiere.

En ese entonces, el oscuro campo
tembló tan fuertemente, que del espanto
el recuerdo de sudor me baña todavía.

La tierra lacrimosa lanzó un viento
que centelló en relámpagos bermejos,
derrotando todos mis sentidos,

y caí como aquel que cae dormido.

Canto IV

Quebró el hondo sueño en la cabeza
un feroz tono, tanto que abrí los ojos
como quien por fuerza está despierto.

Reposada la mirada entorno recorrí,
erguido, levantado, y atento mirando
por reconocer el lugar donde me hallaba.

Verdad es que al borde me encontré
del valle, abismo doloroso,
que acoge el tronar de llantos infinitos.

Oscuro, profundo y nebuloso,
tanto, que aun fijando la vista al fondo
no discernía cosa alguna.

Descendamos ahora al ciego mundo,
comenzó palidísimo el Poeta;
yo iré primero, y tú segundo.

Y yo que advertí el color de su rostro
le dije: ¿Cómo iré si tú te espantas,
que sueles ser tú quien mi dudar conforta?

Y él a mí: La angustia de la gente
de allá abajo, tiñe mi rostro
de piedad, que de temor tú piensas.

Vamos que nos apremia la larga vía:
allí empezó a moverse y me hizo entrar
en el primer círculo que al abismo ciñe.

Aquí, según lo que escuchar podía
no había llanto, mas suspiros tantos
que el aire eterno estremecer hacían;

provenía de un dolor sin tormento
que la multitud tenía, que era de muchos e inmensa,
de infantes, hembras y varones.

El buen Maestro a mi: ¿Y no preguntas
qué espíritus son los que estás viendo?
Quiero que sepas, antes que más andes,

que estos no pecaron, y que si mérito tuvieron
no bastó, pues les faltó el bautismo,
que es parte de la fe en la que crees;

y si antes del Cristianismo vivieron
no adoraron a Dios como debieron
y entre estos tales estoy yo mismo.

Por tal defecto y no por otro mal
perdidos somos, y heridos sólo en esto:
que vivamos sin esperanza y con deseo.

Gran dolor entró en mi corazón al oírlo
pues gente de mucho valor
he conocido, que flotaban en aquel limbo.

Dime Maestro mío, dime señor,
comencé yo, por querer estar cierto
de aquella fe que vence todo error:

¿De aquí alguno acaso ha salido, por su mérito
o por el de otro, que llegara a ser bendito?
Y él que entendió mi habla encubierta,

respondió: Era yo nuevo en este estado,
cuando vi venir un Poderoso
de signo de victoria coronado.

Sacó de aquí la sombra del primer padre,
de Abel su hijo, y aquella de Noé,
la de Moisés, legislador y obediente;

Abraham patriarca, y David rey,
Israel y el padre, y sus nacidos,
y con Raquel por quien tanto hizo,

y a otros muchos; y beatos los hizo:
y quiero que sepas que antes de ellos
no hubo espíritus humanos que salvados fueran.

No dejábamos de andar mientra hablaba
pero íbamos siempre por entre la selva,
la selva, digo, de apiñados espíritus.

No estaba lejos nuestra senda todavía
de aquí a la cima, cuando vi un fuego
que al hemisferio de tinieblas vencía.

Lejos estábamos todavía un poco,
pero no tanto, que en parte yo no viera
cuán honorable gente ocupaba aquel lugar.

¡Oh tú que honras ciencia y arte!
¿Quiénes son estos cuyo honor es tan grande
que así de las demás gentes se parte?

Y él a mí: la honrada nombradía,
que de ellos resuena allá en tu vida,
gracia logra en el Cielo que así los adelanta.

Entonces oí una voz que decía:
¡Honrad al altísimo poeta,
retorna su sombra, que partida era!

Luego que la voz callada se detuvo.
Viniendo vi a nosotros cuatro sombras,
el rostro tenían ni triste ni alegre.

El buen Maestro comenzó a decir:
mira aquel de espada en mano,
que precede a los otros tres, como señor.

Ese tal es Homero, poeta soberano,
el otro que viene es Horacio satírico,
Ovidio el tercero, y el último Lucano.

Como a cada uno conmigo corresponde
el nombre que exclamó la voz unísona,
con él me honran, y hacen bien.

Así vi reunirse la bella escuela
de aquel señor del altísimo canto
que como águila sobre los otros vuela.

Después de entretenerse un poco juntos,
volviéronse a mí con saludable ceño;
y mi Maestro sonrióse un tanto:

y aún más honor me confirieron
al incluirme con ellos en su escuadra,
y entonces fui el sexto en tan gran consejo.

Y así anduvimos hasta la luz,
hablando cosas que callar es bello,
como bello era el hablar allá donde yo estaba.

Llegamos al pie de un noble castillo,
siete veces cercado de altos muros,
defendido en torno por un bello riachuelo.

Lo atravesamos, como por firme tierra:
Por siete puertas entré con estos sabios;
y llegamos a un prado de verdura fresca.

Había allí gentes de mirada reposada y grave,
de grande autoridad en sus semblantes:
hablaban poco y con voz suave.

Nos retiramos entonces a un costado
a un lugar abierto luminoso y alto,
de donde a todos se podía ver.

Desde allí, sobre el verde prado,
me fueron mostrados los espíritus magnos
que verlos regocijó a mi alma.

Vi a Electra con muchos compañeros,
entre los cuales advertí a Héctor y a Eneas,
César en armas, de ojos rapaces.

Vi a Camila y a la Pentesilea
al otro lado, y vi al rey Latino,
junto a su hija Lavinia sentado.

Vi a aquel Bruto que arrojó fuera a Tarquino,
Lucrecia, Julia, Marcia y Cornelia,
y a parte solitario vi a Saladino.

Y alzando un poco más las cejas
vi al Maestro de aquellos que saben,
sentado en medio de la filosófica familia.

Todos lo admiran, todos le honran,
allí vi a Sócrates y a Platón,
que más cerca suyo que los otros están.

Demócrito que el mundo del acaso pone,
Diógenes, Anaxágoras y Tales,
Empédocles, Heráclito y Zenón,

Y vi al buen apreciador de cualidades
digo a Dioscórides: y vi a Orfeo,
Tulio y Lino y Séneca moral:

Euclides geómetra y Tolomeo,
Hipócrates, Avicena y Galeno,
Averroes, que el gran comentario hizo.

Mas aquí tratar de todos no puedo;
que a tanto me obliga el largo tema,
que a relatar los hechos no basten las palabras.

La compañía de seis se amengua,
el sabio Conductor por otra senda me lleva,
lejos del aura tranquila hacia la que tiembla;

y voy a una parte donde nada brilla.






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