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11/04/2008

Siddharta parte 1

EL HIJO DEL BRAHMÁN
Siddharta, el agraciado hijo del brahmán, el joven halcón, creció junto a su amigo Govinda al lado
de la sombra de la casa, con el sol de la orilla del río, junto a las barcas, en lo umbrío del bosque de
sauces y de higueras. EI sol bronceaba sus hombros brillantes al borde del río, en el baño, en las
abluciones sagradas, en los sacrificios religiosos. La sombra se adentraba por sus negros ojos en el
boscaje de mangos, en los juegos de los niños, en el canto de su madre, en los sacrificios religiosos,
en las enseñanzas de su padre y sus maestros, en la conversación de los sabios. Ya hacía mucho
tiempo que Siddharta participaba en las conferencias de los sabios. Con Govinda se entrenaba en las
lides de Ja palabra, en el arte de la contemplación, de saber ensimismarse. Ya podía pronunciar
quedamente el Om la palabra por excelencia. Había conseguido decirlo en silencio, aspirando hacia
adentro; aprendió a enunciarlo calladamente, aspirando hacia afuera, concentrando su alma y con la
frente envuelta en el brillo de la inteligencia. Ya sabía entender el interior de su atman indestructible
en el mundo material.
La alegría invadía el corazón de su padre al ver al hijo inteligente, con deseos de saber;
observaba cómo crecía en Siddharta un gran sabio y sacerdote, un príncipe entre los brahmanes.
Una deliciosa sensación llenaba el pecho de su madre cuando le veía andar, sentarse y
levantarse. Siddharta el fuerte, el hermoso, el que caminaba sobre piernas delgadas, el que
saludaba con perfectos modales.
EI corazón de las hijas de los brahmanes rebosaba amor cuando Siddharta paseaba por las
callejuelas de la ciudad con la frente iluminada, con mirada real, con caderas estrechas.
Pero Govinda era el que más amaba a Siddharta, su amigo, el hijo del brahmán. Sentía afecto por
la mirada de Siddharta y por su cálida voz; gustaba de su manera de andar y de sus armoniosos
movimientos; apreciaba todo lo que Siddharta hacía y decía. Pero lo que veneraba más era su
inteligencia, sus altos pensamientos ardientes, su férrea voluntad y su vocación sublime. Govinda lo
presentía: Este no será un brahmán corriente, ni un oscuro funcionario de los sacrificios, ni un ávido
comerciante de fórmulas mágicas, ni tampoco un orador vano y vacío, o un sacerdote malicioso. Sin
embargo, tampoco será una mansa y estúpida oveja entre la masa del rebaño. No, y tampoco él,
Govinda, quería ser así, un brahmán como hay diez mil. Quería seguir a Siddharta, el amado, el
maravilloso. Y si Siddharta un día se convertía en dios, si un día entraba en el imperio de la luz,
Govinda le seguiría entonces, como su amigo, su acompañante, su criado, su escudero, su sombra.
Todos querían así a Siddharta. A todos daba alegría y gozo.
No obstante, el propio Siddharta no sentía alegría ni gozo de sí mismo. Su corazón no compartía
ese júbilo general cuando andaba por los caminos rosados del jardín de higueras, o se hallaba
sentado a la sombra azul del bosque de la contemplación, cuando lavaba sus miembros en el diario
baño propiciatorio, o hacía sacrificios entre las profundas sombras del bosque de mangos.
Incesantemente se le aparecían sueños y pensamientos en que veía la corriente del río, el brillo de
las estrellas nocturnas, el resplandor del sol. El ánimo se le intranquilizaba con pesadillas salidas del
humo de los sacrificios, de los versos del Rig Veda, de las doctrinas de los viejos brahmanes.
Siddharta había empezado a alimentar el descontento en su interior. Comenzó por comprender
que el amor de su padre, el cariño de su madre, y también el afecto de su amigo, Govinda, no le
harían feliz para toda la vida. No le satisfacía ni le bastaba. Había empezado a presentir que su
venerable padre y los otros profesores, junto con los sabios brahmanes, ya le habían comunicado la
parte más importante de su sabiduría. Adivinaba que ya habían henchido hasta la plétora el
Hermann Hesse
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recipiente, y, sin embargo, el recipiente no se encontraba lleno. El espíritu no se hallaba satisfecho,
el alma no estaba tranquila, el corazón no se sentía saciado. Las abluciones eran buenas, pero eran
agua; no lavaban el pecado, no curaban la sed del espíritu, no tranquilizaban el temor del corazón.
Los sacrificios y la invocación de los dioses eran excelentes... Pero, ¿lo eran todo? ¿Daban los
sacrificios la felicidad? ¿Y qué sucedía con los dioses? ¿Realmente era Prajapati el creador del
mundo? ¿No era el atman, lo único, lo indivisible? ¿Acaso los dioses no eran unos seres creados
como yo y como tú, súbditos del tiempo, pasajeros? ¿Tenía sentido, entonces, ofrecer sacrificios a
los dioses? ¿A quién más se debían ofrecer sacrificios y mostrar devoción, que no fuera al único, al
atman? ¿Y dónde se podía encontrar el atman? ¿Dónde vivía, dónde latía su corazón eterno? ¿Dónde
sino en el propio yo, en nuestro interior, en lo indestructible que cada uno lleva dentro de sí? ¿Pero
dónde se hallaba este yo, este interior, este último? No es carne ni es hueso, no es pensamiento ni
conciencia: así lo enseñan los grandes sabios. Entonces, ¿dónde? ¿Dónde se encontraba? ¿Existía
otro camino para llegar al yo, al atman..., un camino que valía la pena buscar?
¡Pero nadie enseñaba ese camino! ¡Nadie lo conocía! ¡Ni el padre, ni los profesores y sabios, ni
los sagrados ritos de los sacrificios! Todo lo sabían los brahmanes y sus libros religiosos. Lo conocían
todo. Se habían preocupado de todo; lo referente a la creación del mundo, al origen de la oración,
de los elementos, de la aspiración, de la espiración, a las órdenes de los sentidos, a los hechos de
los dioses. Sabían infinidad de cosas. Pero, ¿tenía algún valor saber todo eso, si se desconocía al
Uno, al Unico, al más Importante, al únicamente Importante?
Ciertamente, muchos versos de los libros sagrados, sobre todo los Upanishandas de Samaveda,
hablaban de este interior y último. Maravillosos versos.
«Tu alma es el mundo entero», se leía allí.
Y escrito está que el hombre, mientras duerme, durante el sueño profundo, entra en su propio
interior y vive en el atman. ¡Qué maravillosa sabiduría entrañaban esos versos! Todo el conocimiento
de los grandes sabios se había reunido en estas palabras mágicas, puras como la miel de las
abejas. No, no se debían menospreciar los enormes conocimientos que aquí se guardaban, reunidos
por innumerables generaciones de sabios y penitentes, que habían logrado no sólo conocer este
profundo saber, sino también vivirlo. ¿Dónde se encontraba el experto que era capaz de retener el
atman desde el sueño hasta el despertar, durante la vida, con cada paso, palabra o hecho?
Siddharta conocía a muchos brahmanes venerables, sobre todo a su padre, el puro, el sabio, el
más reverenciado. Su padre era digno de admiración; su comportamiento resultaba sosegado y
noble, su vida era pura, su palabra sabia, los pensamientos de su frente delicados y aristocráticos.
Pero él, que sabía tanto, ¿vivía en la bienaventuranza, tenía la paz? ¿Acaso no era también uno de
los que buscan siempre, sedientos? ¿No necesitaba beber continuamente en las fuentes sagradas,
en los sacrificios, en los libros, en los diálogos con los brahmanes? ¿Por qué él, que era
irreprochable, tenía que lavar diariamente sus pecados, esforzarse cada día en la purificación,
repetirla cotidianamente? ¿No estaba el atman en él, no fluía la primera fuente de su propio
corazón? ¡Esa primera fuente debía, tenía que encontrarse en el propio yo! ¡Era necesario poseerla!
Todo lo restante era una simple búsqueda, un rodeo, un desvarío.
Tales eran los pensamientos de Siddharta. Esa era su sed, su sufrimiento.
A menudo pronunciaba las palabras de un Chandogya-Upanishad:
-Quizás el nombre del brahmán sea Satyam... Quien lo sabe con certeza entra diariamente en el
mundo celestial.
Siddharta parecía estar a menudo cerca del mundo celeste, pero nunca lo había alcanzado
completamente, jamás había saciado la última sed. Tampoco ninguno de todos los más sabios que
Siddharta conociera, y de cuyas enseñanzas disfrutó, había conseguido ese mundo celestial que
apaga la sed eterna para siempre.
-Govinda -dijo Siddharta a su amigo-, Govinda, ven conmigo a la higuera de los banianos.
Tenemos que practicar el arte de la meditación.
Se fueron a la higuera de los banianos. Se sentaron. Aquí Siddharta y veinte pasos más allá
Govinda. Acomodado y dispuesto a decir el Om, Siddharta repitió el verso murmurando:
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Om es el arco, la flecha, es el alma,
la meta de la flecha es el brahmán,
al que sin cesar se debe alcanzar.
Cuando había pasado el tiempo acostumbrado para el ejercicio del arte de ensimismarse, Govinda
se levantó. Se había hecho tarde; ya era la hora de efectuar la ablución de la noche. Llamó a
Siddharta por su nombre. Siddharta no contestó. Siddharta se hallaba sentado, con la mirada fija en
una meta lejana, con la punta de la lengua saliendo un poco entre los dientes; parecía que no
respiraba. Así sentado, logrado el arte de ensimismarse, pensaba en el Om, enviaba su alma como
una flecha hacia el brahmán.
Un día, por la ciudad de Siddharta pasaron unos samanas, ascetas peregrinos; eran tres hombres
enjutos y apagados, ni viejos ni jóvenes, con hombros ensangrentados y llenos de polvo, casi
desnudos, quemados por el sol, rodeados de soledad, forasteros y enemigos del mundo, extraños y
flacos chacales en un reino de hombres. Tras ellos venía un ardiente hálito de silenciosa pasión, de
servicio destructivo, de despersonalización implacable.
Por la noche, después de la hora de la contemplación, Siddharta declaró a Govinda:
-Mañana de madrugada, amigo, Siddharta irá con los samanas. Será un nuevo samana.
Govinda palideció al oír tales palabras y al leer en la cara inmóvil de su amigo aquella decisión
imposible de desviar, como la flecha disparada por el arco. De pronto, y con la primera mirada,
Govinda se dio cuenta: esto es sólo el principio; ahora Siddharta iniciará su camino, ahora empieza
a despertar su destino. Y con el suyo, también el mío. Y se tomó lívido como la piel seca de un
plátano.
-Siddharta -invocó-. ¿Te lo permitirá tu padre?
Siddharta le observó como uno que empieza a despertarse. Raudo como una flecha leyó en el
alma de Govinda, adivinó el miedo, advirtió la sumisión.
-Govinda -afirmó en voz baja-, no debemos malgastar palabras. Mañana de madrugada empezaré
la vida de los samanas. No se hable más.
Siddharta entró en la habitación donde se encontraba su padre sentado encima de una estera de
maguey; se colocó tras él y aguardó hasta que se diera cuenta de que alguien se hallaba a sus
espaldas.
El brahmán preguntó:
-¿Eres tú, Siddharta? Pues manifiesta lo que has venido a decirme.
Empezó Siddharta:
-Con tu permiso, padre. He venido a comunicarte que deseo abandonar mañana tu casa para
irme con los ascetas. Mi deseo es convertirme en un samana. Espero que mi padre no se oponga.
El brahmán quedó en silencio y permaneció así tanto tiempo que, por la pequeña ventana,
pasaron las estrellas y cambiaron su figura antes de que se rompiera el silencio de aquella
habitación. Callado y sin moverse se hallaba el hijo, con los brazos cruzados; callado y sin moverse
el padre seguía sentado sobre la estera. Y las estrellas pasaban por el cielo. Entonces declaró el
padre:
-No es conveniente que un brahmán pronuncie palabras violentas y furiosas. Pero la indignación
estremece mi alma. No quiero oír de tu boca este deseo por segunda vez.
Lentamente se levantó el brahmán. Siddharta continuaba callado, con los brazos cruzados.
-¿Qué esperas? -preguntó el padre.
Siddharta contestó:
-Tú ya sabes.
Buscó su cama y se tendió en ella lleno de ira.
Después de una hora, el sueño no había conseguido cerrarle los ojos, se levantó el brahmán,
paseó de un lado a otro y por fin salió de la casa. A través de la pequeña ventana de la habitación
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miró hacia el interior y vio a Siddharta en el mismo sitio, con los brazos cruzados. Pálido, con su
clara túnica reluciente. El padre regresó a su lecho con el corazón intranquilo.
Después de una hora sin conseguir conciliar el sueño, se levantó otra vez, paseó de un lado a
otro, salió de la casa y observó que la luna había salido. A través de la ventana de la alcoba
contempló el interior; y allí se encontraba Siddharta sin haberse movido, con los brazos cruzados,
con la luz de la luna reflejándose en sus desnudas piernas. Con el corazón abrumado, regresó a su
cama.
Y volvió después de una hora, de dos horas; miró a través de la pequeña ventana y vio a
Siddharta a la luz de la luna, de las estrellas, en la oscuridad. Y lo repitió a cada hora, en silencio;
miraba hacia la alcoba y veía que Siddharta no se movía. Su corazón se llenó de ira, se colmó de
intranquilidad, se saturó de miedo, se nutrió de pena.
Y en la última hora de la noche, antes de que empezara el día, regresó; entró en el cuarto y
observó al joven, que le pareció más alto, como un extraño.
- Siddharta - invoco-. ¿ Qué esperas?
-Tú ya sabes.
-¿Te quedarás siempre así y aguardarás hasta que se haga de día, hasta el mediodía, hasta la
noche?
-Me quedaré así y esperaré.
-Te cansarás, Siddharta.
-Me cansaré.
-Te dormirás, Siddharta.
-No me dormiré.
-Te morirás, Siddharta.
-Me moriré.
-¿Y prefieres morir antes que obedecer a tu padre?
-Siddharta siempre ha obedecido a su padre.
-Así pues, ¿deseas abandonar tu idea?
-Siddharta hará lo que su padre le diga.
La primera luz del día entró en la habitación. El brahmán vio que las rodillas de Siddharta
temblaban. Sin embargo, en el rostro de su hijo no vio ninguna duda, sus ojos miraban hacia muy
lejos. Entonces el padre se dio cuenta de que Siddharta ya desde ahora no se hallaba a su lado, en
su tierra. Ahora ya le había abandonado.
El padre tocó el hombro de Siddharta.
-Irás al bosque -dijo-, y serás un samana. Si encuentras la bienaventuranza en el bosque,
regresa y enséñamela. Si hallas el desengaño, vuelve y de nuevo sacrificaremos juntos ante los
dioses. Ahora ve, besa a tu madre y dile adónde vas. Ya es mi hora de ir al río, a efectuar la primera
ablución.
Retiró la mano del hombro de su hijo y salió. Siddharta vaciló en el momento en que intentó
andar. Dominó sus miembros, se inclinó ante su padre y se dirigió hacia su madre para obrar tal
como le había pedido el progenitor.
Con la primera luz del día, Siddharta abandonó lentamente la silenciosa ciudad, con las piernas
entumecidas aún. En la última choza apareció una sombra que se había escondido allí, y que se unió
al peregrino: era Govinda.
-Has venido -declaró Siddharta, sonriente.
-He venido -respondió Govinda.

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