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11/04/2008

Siddharta parte 2

CON LOS SAMANAS
El mismo día, por la noche, alcanzaron a los ascetas, los enjutos samanas, y les ofrecieron su
compañía y obediencia. Fueron aceptados.
Siddharta regaló su túnica a un pobre de la carretera. Desde entonces, sólo vistió el taparrabos y
la descosida capa de color tierra. Comió solamente una vez al día y jamás alimentos cocinados.
Ayunó durante quince días. Ayunó durante veintiocho días. La carne desapareció de sus muslos y
mejillas. Ardientes sueños oscilaban en sus ojos dilatados; en sus dedos huesudos crecían largas
uñas, y del mentón le nacía una barba reseca y despeinada. La mirada se le tornaba fría cuando una
mujer cruzaba por su camino; la boca expresaba desprecio, cuando atravesaba la ciudad con
personas vestidas elegantemente. Vio negociar a los comerciantes, y cazar a los príncipes; presenció
el llanto de los familiares de un difunto; advirtió cómo las prostitutas se ofrecían, cómo los médicos
se preocupaban de los enfermos, cómo los sacerdotes determinaban el día de la siembra, se percató
de que los amantes se querían, de que las madres daban el pecho a sus hijos. Y todo ello no era
digno de la mirada de sus ojos, todo mentía, todo apestaba; olía todo a hipocresía, todo aparentaba
tener sentido y felicidad y belleza, mas, sin embargo, todo era ignorancia y putrefacción.
Siddharta tenía un fin, una meta única: deseaba quedarse vacío, sin sed, sin deseos, sin sueños,
sin alegría ni penas. Deseaba morirse para alejarse de sí mismo, para no ser yo, para encontrar la
tranquilidad en el corazón vacío, para permanecer abierto al milagro a través de los pensamientos
despersonalizados: ése era su objetivo. Cuando todo el yo se encontrase vencido y muerto, cuando
se callasen todos los vicios y todos los impulsos en su corazón, entonces tendría que despertar lo
último, lo más íntimo del ser, lo que ya no es el yo, sino el gran secreto.
Siddharta permanecía en silencio bajo el calor vertical del sol ardiente de dolor, de sed; y se
quedaba así hasta que ya no sentía dolor ni sed. Se hallaba en silencio durante la estación lluviosa el
agua corría desde su cabello hasta sus hombros que sentían el frío hasta sus caderas y hasta sus
piernas heladas, y el penitente continuaba así hasta que los hombros y las piernas ya no sentían
frío, hasta que se acallaban Se mantenía sentado en silencio sobre el bardal, hasta que le goteaba
sangre de la piel caliente, y después de las úlceras. Y Siddharta continuaba erguido, inmóvil, hasta
que ya no le goteaba la sangre, hasta que nada le punzaba hasta que nada le quemaba.
Siddharta estaba sentado con rigidez y trataba de ahorrar aliento de vivir con poco aire, de
detener la respiración. Aprendía a tranquilizar el latido de su corazón con el aliento, aprendía a
disminuir los latidos de su corazón hasta que eran mínimos, casi nulos.
Instruido por el más anciano samana, Siddharta se entrenaba en la despersonalización, en el arte
de ensimismarse según las nuevas reglas de los samanas. Una garza voló sobre el bosque de bambú
y Siddharta absorbió a la garza en su alma; voló con ella sobre el bosque y las montañas; era garza,
comía peces, sufría el hambre de la garza, hablaba el idioma de la garza, sentía la muerte de la
garza. Un chacal muerto se hallaba en la orilla arenosa, y Siddharta entraba en el cadáver: era
chacal muerto, yacía en la playa, se hinchaba, apestaba, se descomponía; sintióse descuartizado por
las hienas, decapitado por los cuervos; se tomó esqueleto, y polvo, y el vendaval se lo llevó.
El alma de Siddharta regresó; había muerto, se había convertido en polvo..., había probado la
triste borrachera del ciclo. Ahora aguardaba con una sed nueva, como un cazador, el hueco donde
podría escapar del ciclo, donde empezaría el fin de las causas y de la eternidad, del dolor. Mataba
sus sentidos, destrozaba su memoria, salía de su yo y entraba en mil configuraciones extrañas: era
animal, carroña, piedra, madera, agua. Y cada vez se encontraba así mismo al despertar; brillaba el
sol o la luna, de nuevo era él, se movía en el ciclo, sentía sed, vencía la sed, y volvía a tener sed.
Siddharta estudió mucho con los samanas. Aprendió a andar por diversos caminos para alejarse
del yo. Anduvo por el camino de la despersonalización a través del dolor, a través del sufrimiento
voluntario y del vencimiento del dolor, del hambre, de la sed, del cansancio. Caminó por la
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despersonalización a través del pensamiento, de vaciar la mente de toda imaginación. Se enteró de
estos y otros métodos, mil veces abandonó su yo; durante horas y días permanecía en el no-yo.
Pero aunque los caminos se alejaban del yo, su final conducía siempre de nuevo hacia el yo. Aunque
Siddharta huyó mil veces del yo, permanecía en el vacío, en el animal, en la piedra, no podía evitar
el regreso, como era imposible escapar de la hora en que vuelve uno a encontrarse bajo el brillo del
sol o de la luz de la luna, en la sombra o en la lluvia. Y de nuevo era el yo y Siddharta, y sentía otra
vez la tortura del ciclo impuesto.
A su lado vivía Govinda, su sombra; iba por los mismos caminos, se sometía a los mismos
ejercicios. Pocas veces hablaban juntos de otra cosa que no fuera lo que exigía el servicio y los
ejercicios. A veces los dos paseaban por los pueblos para pedir alimentos para ellos y sus
profesores.
-¿Qué piensas, Govinda? -inquirió Siddharta en ocasión de una de estas salidas-. ¿Crees que
hemos adelantado? ¿Hemos logrado algún fin?
Govinda contestó:
-Hemos aprendido y seguiremos aprendiendo. Tú serás un gran samana, Siddharta. Has
aprendido rápidamente todos los ejercicios, y a menudo has dejado admirados a los viejos samanas.
Algún día serás un santo, Siddharta.
Y Siddharta replicó:
-No soy de la misma opinión, amigo. Lo que hasta el día de hoy he aprendido de los samanas,
Govinda, lo hubiera podido aprender más rápidamente y con mayor sencillez en otro lugar. Se puede
aprender en cualquier taberna de un barrio de prostitutas, amigo mío, entre arrieros y jugadores.
Govinda exclamo:
-Siddharta, ¿quieres burlarte de mí? ¿Cómo hubieras podido aprender el arte de abstraerte, de
contener la respiración, de insensibilizarte contra el hambre y el dolor allí, entre aquellos
miserables?
Y Siddharta dijo en voz baja, como si hablara consigo mismo:
-¿Qué significa el arte de ensimismarse? ¿Qué es el abandono del cuerpo? ¿Qué representa el
ayuno? ¿Qué se pretende al detener la respiración? Se trata sólo de huir del yo. Es un breve
escaparse del dolor de ser yo, una breve narcosis contra el dolor y lo absurdo de la vida. La misma
huida, la misma breve narcosis encuentra el arriero en el albergue cuando bebe algunas copas de
aguardiente de arroz o de leche de coco fermentada. Entonces ya no siente su yo, ya no
experimenta los dolores de la vida; en aquel momento ha encontrado una breve narcosis. Dormido
sobre su copa de aguardiente de arroz alcanza lo mismo que Siddharta y Govinda después de largos
ejercicios: escapar de su cuerpo y permanecer en el no-yo. Así sucede, Govinda.
Govinda repuso:
-Así hablas, amigo, y sin embargo sabes que Siddharta no es ningún arriero y que un samana no
es un borracho. Verdad es que el borracho encuentra su narcosis, alcanza una breve huida y un
descanso, pero regresa de la vana ilusión y se halla igual; no se ha hecho más sabio, no ha ganado
conocimientos.
Siddharta declaró sonriente:
-No lo sé, nunca he estado borracho. Pero sí sé que yo, Siddharta, en mis ejercicios y en el arte
de ensimismarme sólo encuentro una breve narcosis, y me hallo tan alejado de la sabiduría y de la
redención como cuando de niño, en el vientre de mi madre. Govinda, esto puedo afirmarlo.
Y en otra ocasión, cuando abandonó el bosque Siddharta con Govinda a fin de pedir alimentos en
el pueblo para sus hermanos y profesores, empezó a hablar de nuevo.
-Govinda -dijo-, ¿cómo podemos saber si vamos por el buen camino? ¿Nos acercamos a la
ciencia? ¿Aceleramos nuestra redención? O, ¿acaso andamos en círculo, nosotros, los que
pretendemos evadirnos del ciclo?
Govinda alegó:
-Hemos aprendido mucho, Siddharta, y mucho queda por aprender. No damos vueltas, vamos
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hacia arriba; las vueltas son en espiral y ya hemos subido muchos peldaños.
Siddharta pregunto:
-¿Cuántos años crees que tiene el más anciano de los samanas, nuestro venerable profesor?
Dijo Govinda:
-Quizá tenga unos sesenta.
Y Siddharta:
-Tiene sesenta años y no ha llegado al nirvana. Tendrá setenta, y ochenta años, como tú y yo los
tendremos, y seguiremos con los ejercicios y ayunaremos, y meditaremos. Pero nunca llegaremos al
nirvana. Ni él, ni nosotros. Govinda, creo que seguramente ni uno de todos los samanas llegará al
nirvana. Ni uno. Encontramos consuelo, alcanzamos la narcosis, aprendemos artes para engañarnos.
Pero lo esencial, el camino de los caminos, ése no lo hallaremos.
Insinuó Govinda:
-Desearía que no pronunciaras palabras tan horribles, Siddharta. ¿Por qué ninguno encontrará el
camino de los caminos de entre tantos sabios, tantos brahmanes, tantos rígidos samanas
venerables, tantos hombres que buscan, tantos dedicados a profundizar, tantos hombres sagrados?
Sin embargo, Siddharta contestó en voz baja, en tono triste e irónico a la vez:
-Govinda, tu amigo abandonará pronto la senda de los samanas, por la que tanto tiempo ha
caminado contigo. Sufrí sed, Govinda, y durante este largo trayecto con los samanas mi sed nada ha
disminuido. Siempre me hallé sediento de ciencia y lleno de preguntas. He interrogado a los
brahmanes año tras año, he indagado entre los sagrados Vedas año tras año. Quizá, Govinda, si
hubiera preguntado al cálao o al chimpancé me habrían instruido tan bien, tan útilmente, con tanta
inteligencia. Govinda, ¡he necesitado tiempo para aprender, y aún no he conseguido entender que
no se puede aprender nada! Creo que realmente no existe eso que nosotros llamamos «aprender».
Sólo existe, amigo mío, un saber que está en todas partes, es decir, el atman. Este se halla en mí y
en ti, y en cada ser. Y empiezo a creer que este saber no tiene peor enemigo que el querer saber,
que el desear aprender.
Entonces Govinda se detuvo en el camino, levantó las manos y exclamó:
-¡Siddharta, desearía que no intranquilizaras a tu amigo con semejantes palabras! Tus teorías
despiertan verdadero temor en mi corazón. Y piensa únicamente: ¿Qué sería de la santidad, de las
oraciones, de la venerable clase de los brahmanes, de la religiosidad de los samanas, si sucediera
como tú dices, si no existiese el aprender? ¿Qué sería, Siddharta, de todo lo que es sagrado, valioso
y venerable en este mundo?
Y Govinda murmuró unos versos de un Upanishanda:
Al que medite con la mente purificada y
se absorba en el atman,
la bienaventuranza de su corazón no será
explicable con palabras.
Pero Siddharta permanecía callado. Pensaba en las palabras que Govinda le había dicho, y las
meditó en lo más recóndito de su significado.
Sí, pensó Siddharta con la cabeza inclinada. ¿Qué quedaría de todo lo que parece sagrado? ¿Qué
quedaría? ¿Qué respondería a las esperanzas? Y sacudió la cabeza.
Una vez, cuando los jóvenes hacía ya aproximadamente tres años que vivían con los samanas y
habían participado en todos sus ejercicios, les llegó de lejos una noticia, un rumor, una leyenda:
había surgido un hombre, llamado Gotama, el majestuoso, el buda, que en su persona había
superado el dolor del mundo y había parado la rueda de las reencarnaciones. Enseñando, rodeado
de discípulos, recorría el país sin propiedades, sin casa, sin mujer, tan sólo con el ropaje amarillo del
asceta, pero con la frente alegre, como un bienaventurado, y los brahmanes y los príncipes se
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inclinaban ante él y se convertían en sus discípulos.
Esta leyenda, este rumor, este cuento sonó en el aire, perfumó la atmósfera aquí y allá. Los
brahmanes hablaban de ello en las ciudades, los samanas en el bosque; siempre se repetía el
nombre de Gotama, el buda, a los oídos de los jóvenes, para bien y para mal, en alabanzas e
improperios.
Como cuando una nación sufre la peste y se dice que allí o allá hay un hombre, un sabio, un
experto cuya palabra y aliento es suficiente para curar a todos los enfermos, y esta noticia recorre el
país y todos hablan de ella, unos la creen, otros dudan, pero muchos se ponen rápidamente en
camino para buscar al sabio, al salvador, así también con aquel rumor perfumado de Gotama, el
buda, el sabio de la tribu de los Sakias. Los creyentes decían que Gotama poseía la máxima ciencia,
se acordaba de sus vidas pasadas, había alcanzado el nirvana y jamás volvería al ciclo, jamás se
hundiría de nuevo en la turbia corriente de las configuraciones. Se decía de él muchas cosas
maravillosas e increíbles, había hecho milagros, había superado al demonio, había hablado con los
dioses.
Pero sus enemigos y los incrédulos afirmaban que este Gotama era un vano seductor, que pasaba
sus días, holgadamente, despreciaba los sacrificios, no era sabio y desconocía los ejercicios y la
mortificación.
La leyenda del buda era dulce, los informes llevaban el perfume del encanto. Ciertamente el
mundo se hallaba enfermo y la vida era difícil de soportar. Y no obstante, pongan atención: una
fuente parece sonar como un suave mensaje, lleno de consuelo y de nobles promesas. En todas
partes adonde llegaba la voz del buda, en todas las regiones de la India, los jóvenes escuchaban con
interés, sentían anhelo, esperanza; cualquier peregrino o forastero recibía excelente acogida entre
los hijos de los brahmanes de las ciudades, si traía noticias de Gotama, el majestuoso, el Sakiamuni.
La leyenda también había llegado hasta los samanas del bosque, hasta Siddharta y Govinda.
Lentamente, goteando. Cada gota iba cargada de esperanza, de duda. Hablaban poco de ese
asunto, ya que el más anciano de los samanas no era amigo de la leyenda. Había oído que aquel
presunto buda había sido antes un asceta y había vivido en el bosque, pero que después había
vuelto a la vida holgada y a los placeres mundanos, y su opinión sobre este Gotama era negativa.
-Siddharta -dijo un día Govinda a su amigo-. Hoy he estado en el pueblo, y un brahmán me invitó
a entrar en su casa, y en ella estaba el hijo de un brahmán de Magada que había visto con sus
propios ojos al buda, y le había oído predicar. Con certeza me dolía el aliento en el pecho, y pensé:
¡Que yo también, que nosotros dos, Siddharta y yo, podamos vivir la hora en que escuchemos la
doctrina de los labios de aquel perfecto! Dime, amigo, ¿no deberíamos ir asimismo nosotros hacia
allí para escuchar las enseñanzas de los mismos labios del buda?
Siddharta contestó:
-Govinda, siempre pensé que Govinda se quedaría con los samanas; siempre había imaginado
que su meta era tener sesenta y setenta años, y seguir con las artes y los ejercicios que ennoblecen
a un samana. Pero mira por dónde no conocía bien a Govinda, sabía muy poco de su corazón. Así
pues, querido amigo, ahora quieres tomar un sendero y marchar hacia donde el buda predica su
doctrina.
Govinda alegó:
-¡Te gusta burlarte! ¡Pues búrlate como siempre, Siddharta! ¿Acaso no se ha despertado también
en tu interior un deseo, una afición por escuchar semejante doctrina? ¿Y no dijiste una vez que ya
no pensabas andar mucho tiempo por el camino de los samanas?
Entonces Siddharta rió de la ocurrencia. Luego en su voz, apareció una sombra de tristeza y de
ironía, y declaró:
-Bien, Govinda, has hablado con mucha propiedad, te has acordado con suma agudeza. Sin
embargo, desearía que también recordaras el resto de lo que oíste de mí; o sea, que desconfío de
todo porque estoy cansado de las doctrinas y de aprender, y que es muy pequeña mi fe en las
palabras que nos llegan de profesores. Pero adelante, querido amigo, estoy dispuesto a escuchar
aquellas enseñanzas, aunque dentro de mi corazón creo que ya hemos probado el mejor fruto de
esa doctrina.
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Govinda manifestó:
-Tu decisión alegra mi alma. Pero dime, ¿cómo es posible? ¿Cómo puede darnos su mejor fruto Ja
doctrina de Gotama, aun antes de haberla escuchado?
Siddharta afirmó:
-¡Gocemos de ese fruto y esperemos la continuación, Govinda! ¡Lo que hemos de agradecer a
Gotama, en primer lugar, es que nos aleje de los samanas! Si además nos puede dar otra cosa
mejor, amigo, esperemos con el corazón tranquilo.
Ese mismo día, Siddharta hizo saber al más anciano samana su decisión de abandonarles. Se lo
reveló con la cortesía y modestia que corresponden a un joven discípulo. No obstante, el samana se
enfureció porque los dos jóvenes le querían abandonar, y empezó a vociferar y a maldecir.
Govinda se asustó y desconcertó. Pero Siddharta acercó su boca a la oreja de Govinda y musitó
en voz baja:
-Ahora le demostraré al viejo que he aprendido algo de sus enseñanzas.
Se colocó ante el samana y concentró su alma; captó la mirada del anciano con sus ojos, la
paralizó, le hizo callar, le dejó sin voluntad, le sometió a su razón y le ordenó ejecutar en silencio lo
que le exigía. El anciano enmudeció, sus ojos se quedaron fijos, su voluntad paralizada, sus brazos
relajados e impotentes junto a su cuerpo: había sido vencido por el hechizo de Siddharta.
Y los pensamientos de Siddharta se apoderaron del samana y éste tuvo que hacer lo que los dos
le mandaban. Y así, el anciano se inclinó varias veces, hizo gestos de bendición y pronunció
vacilante un piadoso deseo para el viaje. Y los jóvenes replicaron agradeciendo las reverencias:
devolvieron el deseo, y tras saludar, se marcharon.
Por el camino comentó Govinda:
-Siddharta, has aprendido de los samanas más de lo que yo creía. Es difícil, muy difícil hechizar a
un viejo samana. Seguro que site quedas allí, pronto habrías aprendido a andar por encima del
agua.
-No deseo andar por encima del agua -confesó Siddharta- ¡Que los viejos samanas se contenten
con semejantes artimañas!
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GOTAMA
En la ciudad de Savathi todos los niños conocían el nombre del majestuoso buda, y cada casa
estaba preparada para llenar el plato de limosnas a los discípulos de Gotama, que pedían en silencio.
Cerca de la ciudad se encontraba el lugar preferido de Gotama, el bosque Jetavana, que había sido
regalado para Gotama y los suyos por el rico comerciante Anathapindika, un devoto admirador del
majestuoso.
Hacia aquella región también se habían encaminado, gracias a los relatos y respuestas que
recibieron, los dos jóvenes ascetas en su búsqueda del Gotama. Y cuando llegaron a Savathi, ya en
la primera casa ante cuya puerta se detuvieron se les ofreció comida, y ellos la aceptaron. Siddharta
preguntó a la mujer que les daba de comer:
-Buena mujer, nos gustaría mucho que nos dijeras dónde se halla el buda, el más venerable,
pues somos dos samanas del bosque y hemos venido para ver al perfecto, y escuchar la doctrina de
sus labios.
La mujer contestó:
-Realmente os habéis detenido aquí, en el lugar preciso, samanas del bosque. Debéis saber que
el majestuoso se encuentra en Jetavana, en el jardín de Anathapindika. Allí, peregrinos, podréis
pasar la noche, pues hay suficiente espacio, incluso para los incontables que llegan a escuchar la
doctrina de sus labios.
Esto alegró a Govinda, que lleno de gozo exclamó:
- ¡Bien, pues hemos llegado a nuestra meta, y nuestro camino ha terminado! Pero dinos tú,
madre de los peregrinos, ¿conoces al buda, le has visto con tus propios ojos?
La mujer repuso:
-Muchas veces he visto al majestuoso. Muchos días le he observado cuando pasa por las
callejuelas, en silencio, con su ropaje amarillo, cuando presenta en silencio su plato de limosnas en
la puerta de las casas, y cuando se lleva el plato lleno.
Govinda escuchaba encantado y quería preguntar y oír mucho mas. Pero Siddharta acordó seguir
el camino. Dieron las gracias y se fueron. Ni siquiera tuvieron que preguntar por el lugar, pues eran
muchos los peregrinos y monjes de la doctrina de Gotama que hacían el camino hacia Jetavana. Y
cuando de noche arribaron allí, observaron que había un continuo llegar, exclamar y hablar entre
aquellos que buscaban y recibían albergue. Los dos samanas, acostumbrados a la vida del bosque,
encontraron rápidamente y en silencio un amparo, y descansaron allí hasta la manana siguiente.
Al salir el sol, vieron con asombro el gran número de fieles y curiosos que habían pernoctado en
aquel lugar. Por todas las sendas del maravilloso bosque caminaban monjes con su vestidura
amarilla; estaban sentados debajo de los árboles, entregados a la contemplación o dedicados a la
conversación intelectual. Los umbrosos jardines parecían una ciudad llena de personas, que
pululaban como abejas. La mayoría de los monjes salían con el plato de limosnas, a buscar en la
ciudad alimento para la hora de la comida del mediodía, la única de la jornada. También el mismo
buda, el inspirado, solía pedir limosnas por la mañana.
Siddharta le vio y le conoció en seguida, como si un dios se lo hubiera mostrado. Lo contempló:
un hombre modesto, con su hábito amarillo, con el plato de las limosnas en la mano, caminando en
silencio.
-¡Mira allí! -gritó Siddharta en voz baja a Govinda-. Ese es el buda.
Govinda miró con atención al monje de vestiduras amarillas, que no parecía diferenciarse en nada
de los centenares de otros monjes. No obstante, reconoció también Govinda: Este es. Y le siguieron
y le observaron.
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Siddharta
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El buda continuó su camino modestamente, entregado a sus pensamientos; su rostro sereno no
era ni alegre ni triste: parecía sonreír levemente en su interior. Caminaba el buda con una sonrisa
escondida, sosegada, tranquila, parecida a la de un niño sano; llevaba el hábito y hacía sus pasos
igual que todos los monjes, según unas reglas exactas. Pero su cara y su manera de andar, su
mirada tranquila y discreta, su mano lacia y colgante, y aun cada dedo de esa mano hablaban de
paz, de perfección; no buscaba, no imitaba; respiraba suavemente, con una tranquilidad
imperturbable, con una luz imperecedera, con una paz intangible.
Así caminaba Gotama hacia la ciudad para pedir limosnas y los dos samanas sólo le conocieron
por la perfección de su alma, por el sosiego de su figura, en la que no había búsqueda, ni voluntad,
ni imitación, ni esfuerzo, sólo luz y paz.
-Hoy escucharemos la doctrina de sus labios -comentó Govinda.
Siddharta no contestó.
Sentía poca curiosidad por esa doctrina, no creyó que llegara a enseñarle nada nuevo, ya que él,
al igual que Govinda, había escuchado una y otra vez el contenido de esa doctrina del buda, aunque
por informes que habían pasado en general de boca en boca.
Pero ahora miró con atención la cabeza de Gotama, sus hombros, sus pies, su mano
tranquilamente relajada; y a Siddharta le pareció que cualquier miembro de cualquier dedo de esa
mano era doctrina; respiraba y brillaba todo él verdad. Ese hombre era un santo. Jamás Siddharta
había admirado y amado tanto a un hombre como a aquél.
Los dos siguieron al buda hasta la ciudad y volvieron en silencio, pues ellos mismos pensaban
renunciar a los alimentos de aquel día. Contemplaron a Gotama de regreso; lo observaron rodeado
de sus discípulos, tomando el almuerzo; lo que comía ni siquiera bastaba a un pájaro, y vieron cómo
se retiraba luego a la sombra de los mangos.
Pero por la noche, cuando se apagó el calor y el campamento se llenó de vida, escucharon la
doctrina del buda. Oyeron su voz, que también era perfecta, tranquila y llena de sosiego. Gotama
enseñó la doctrina del sufrimiento; habló sobre el origen del dolor y sobre el camino para reducir ese
dolor. Su oración era sencilla y serena. La vida era dolor, el mundo estaba lleno de sufrimiento, pero
se había hallado la liberación del dolor: tal liberación estaba en manos del que seguía el camino del
buda.
El majestuoso predicaba con voz suave, pero firme, enseñaba las cuatro frases principales,
mostraba el octavo sendero, repetía con paciencia y constancia la enseñanza, los ejemplos; su voz
flotaba clara y sosegada sobre los oyentes, como una luz, como un cielo de estrellas.
Ya era de noche cuando el buda terminó su oración. Muchos peregrinos se le acercaron y rogaron
que les aceptara en la comunidad, pues querían refugiarse en la doctrina. Y Gotama los aceptó
diciendo:
-Se os ha enseñado la doctrina y vosotros la habéis escuchado con atención. Acercaos, pues, y
caminad hacia la santidad, para preparar el fin de todos los dolores.
También se adelantó Govinda, el tímido, y declaró:
-Yo también me refugio en el majestuoso y su doctrina.
Y así Govinda pidió que le aceptaran entre los discípulos, y fue admitido.
Inmediatamente después, cuando el buda ya se había retirado para descansar durante la noche,
Govinda se dirigió a Siddharta y manifestó con solicitud:
-Siddharta, no tengo derecho a reprocharte nada. Los dos hemos escuchado al majestuoso, los
dos nos hemos enterado de su doctrina. Govinda ha oído la predicación y se ha refugiado en ella.
Pero tú, a quien admiro, ¿acaso no quieres caminar por el sendero de la liberación? ¿Prefieres
vacilar? ¿Deseas esperar aún?
Siddharta despertó como de un sueño, al escuchar semejantes palabras de Govinda. Durante
largo tiempo observó el rostro del amigo. Luego habló en voz baja, sin ironía.
-Govinda, mi amigo -le dijo-, ahora has dado el paso, ahora has elegido tu camino. Siempre,
Govinda, has sido mi amigo, siempre has andado un paso tras de mí. A menudo he pensado: ¿No
dará Govinda nunca un paso solo, sin mí, por su propia iniciativa? Y ahora te has hecho hombre y
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eliges tú mismo el camino. ¡Que lo andes hasta el fin, amigo! ¡Que encuentres la liberación!
Govinda, que aún no comprendía bien la situación, repitió su pregunta con tono impaciente:
-¡Por favor, habla! ¡Te lo ruego, amigo! ¡Dime que no me engaño, que tú también, mi sabio
amigo, te refugiarás junto al majestuoso buda!
Siddharta colocó una mano sobre el hombro de Govinda y repuso:
-¿No has escuchado mi bendición, Govinda? Te la repito: ¡Que
recorras ese sendero hasta el fin! ¡Que encuentres la liberación! En ese momento, Govinda se
percató de que su amigo le abandonaba, y empezó a llorar.
- ¡ Siddharta! - exclamó entre sollozos. Siddharta se expresó con cariño:
-¡No olvides, Govinda, que ahora perteneces a los samanas del buda! Has renunciado a tu casa y
a tus padres; has negado tu origen y tu propiedad, has repudiado tu propia voluntad, has rechazado
la amistad. Así lo quiere la doctrina, así opina el majestuoso. Así has elegido tu mismo. Mañana,
Govinda, me marcharé.
Todavía caminaron durante mucho tiempo los dos amigos por el bosque; se tendieron por largo
tiempo sin encontrar el sueño. Govinda no dejaba de insistir una y otra vez a su amigo para que le
dijera por qué no se refugiaba en la doctrina de Gotama, qué falta encontraba a esa doctrina. Pero
Siddharta cada vez le rechazaba alegando:
-¡Quédate contento, Govinda! Muy buena es la doctrina del majestuoso, ¿cómo podría encontrarle
una objeción?
De madrugada, un seguidor del buda, uno de sus más antiguos monjes, pasó por el jardín y llamó
a todos aquellos que se habían refugiado en la doctrina, como novicios, para ponerles las vestiduras
amarillas e instruirlos en las primeras enseñanzas y obligaciones de su clase. Y Govinda se levantó,
abrazó una vez más al amigo de su juventud y siguió a los restantes novicios.
Siddharta, sin embargo, se quedó meditando en el bosque.
Entonces se cruzó en su camino Gotama, el majestuoso; le saludó con profundo respeto y al ver
la mirada del buda tan llena de paz y bondad, el joven tuvo valor para solicitar al venerable que le
permitiera hablarle. En silencio, el majestuoso le concedió el permiso.
Siddharta balbuceó:
-Ayer, majestuoso, tuve el honor de escuchar tu singular doctrina. Vine desde muy lejos con mi
amigo para escucharte. Y ahora mi amigo se quedará con los tuyos, se ha refugiado en ti. Yo, sin
embargo, empiezo de nuevo mi peregrinación.
-Como tú prefieras -dijo el venerable, con cortesía.
-Quizá mis palabras resulten demasiado atrevidas -continuó Siddharta-, pero no quisiera
abandonar al majestuoso sin haberle comunicado mis pensamientos con sinceridad. ¿Quiere aún
prestarme el venerable un momento de atención?
En silencio el buda se lo concedió.
Siddharta explicó:
-Venerable, he admirado sobre todo una cosa en tu doctrina. Todo en ella está perfectamente
claro y comprobado; muestras el mundo como una cadena perfecta que nunca se interrumpe, como
una eterna cadena hecha de causas y efectos. Jamás se había visto eso con tanta claridad, nunca
había sido demostrado tan indiscutiblemente; en verdad, el corazón del brahmán palpita con más
fuerza cuando ve el mundo a través de tu doctrina, como perfecta relación, ininterrumpida, lúcida
como un cristal, independiente de la casualidad, libre de los dioses. Queda en tela de juicio si el
mundo es bueno o malo, si la vida en él es sufrimiento o alegría; quizá sea porque ello no es
esencial. Pero la unidad del mundo, la relación entre todo lo que sucede, el enlace de todo lo grande
y lo pequeño por la misma corriente, por la misma ley de las causas del nacer y morir, todo eso
brilla con luz propia en tu majestuosa doctrina. No obstante, según tu propia teoría, esa unidad y
consecuencia lógica de todas las cosas, a pesar de todo se encuentra cortada en un punto, en un
pequeño vacío donde entra en este mundo de la unidad algo extraño, algo nuevo, algo que antes no
existía, y que no puede ser enseñado ni demostrado: ésa es tu doctrina de la superación del mundo,
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de la redención. Pero con este pequeño vacío, con esa pequeña fisura, la eterna ley uniforme del
mundo queda destruida y anulada otra vez. Perdóname, si pongo tal objeción.
Gotama le había escuchado con tranquilidad, sin moverse. Con voz bondadosa, cortés y clara le
contestó ahora:
-Tú has escuchado la doctrina, hijo de brahmán ¡Dichoso de ti por haber pensado en ella! Tú has
encontrado un vacío, una falta. Sigue pensando en la doctrina. Pero deja que te avise, tú que tienes
tanto afán por saber acerca de la dificultad de las opiniones y la desavenencia de las palabras. No
importan las opiniones, sean buenas o malas, inteligentes o insensatas; cualquiera puede defenderlas
o rechazarlas. Pero la doctrina que has oído de mis labios no es mi opinión, ni su objetivo es
explicar el mundo para los que tienen afán de saber. Su fin es otro: es la redención de los
sufrimientos. Eso es lo que enseña Gotama, nada más.
-No me guardes rencor, majestuoso -exclamó el joven-. No te he hablado así para buscar un
desacuerdo o la desavenencia con palabras. Desde luego, tienes razón, y poco importan las
opiniones. Pero déjame decir una cosa más: ni un momento he dudado de ti. Ni un momento he
dudado de que tú fueras el buda, de que hubieras llegado a la meta, al máximo, hacia el que tantos
brahmanes e hijos de brahmanes se hallan en camino. Has encontrado la redención de la muerte. La
has hallado con tu misma búsqueda, con tu propio camino, a través de pensamientos,
ensimismaciones, ciencia, reflexión, inspiración. ¡Pero no la has encontrado a través de una
doctrina! Yo pienso, majestuoso, ¡que nadie encuentra la redención a través de la doctrina! ¡A nadie,
venerable, le podrás comunicar con palabras y a través de la doctrina lo que te ha sucedido a ti en
el momento de tu inspiración! Mucho es lo que contiene la doctrina del inspirado buda, a muchos les
enseña a vivir honradamente, a evitar lo malo. Pero esta doctrina tan clara y tan venerable no
contiene un elemento: el secreto de lo que el majestuoso mismo ha vivido, él solo, entre centenares
de miles de personas. Esto es lo que he pensado y comprendido cuando escuchaba tu doctrina. Y
por ello, continúo mi peregrinación. No para buscar otra doctrina mejor, pues sé que no la hay, sino
para dejar todas las doctrinas y a todos los profesores, y para llegar solo a mi meta, o morirme. Sin
embargo, a menudo me acordaré de este día, majestuoso, y de esta hora en que mis ojos vieron a
un santo.
Los ojos del buda miraron sosegadamente hacia el suelo; en su rostro impenetrable resplandecía
la tranquilidad del alma.
-¡Que tus creencias no sean erróneas! -invocó el venerable lentamente-. ¡Que alcances tu fin!
Pero antes dime: ¿Has visto el conjunto de mis samanas, de mis muchos hermanos, que se han
refugiado en la doctrina? ¿Y crees tú, samana forastero, que para todos ellos sería mejor abandonar
la doctrina y volver a la vida del mundo y de los placeres?
-Tal pensamiento se encuentra muy distante de mí -alegó Siddharta-. ¡Que todos ellos se queden
con la doctrina, que alcancen su meta! ¡No tengo derecho a juzgar la vida de otro! Tan sólo para mí,
únicamente para mí he de juzgar, elegir, rechazar. Nosotros, los samanas, buscamos la redención
del yo, majestuoso. Si ahora fuera uno de tus discípulos, venerable, temo que me ocurriera que sólo
aparentemente mi yo consiguiera la tranquilidad y la redención; pero me engañaría, pues viviría con
la verdad y me haría más importante, ya que entonces escondería dentro de mi yo la doctrina, la
imitación, mi amor hacia ti y hacia la comunidad de los monjes.
Con media sonrisa y con una amabilidad clara e inalterable, Gotama fijó sus ojos en la mirada del
forastero y le despidió con un gesto apenas perceptible.
-Eres inteligente, samana -declaró el venerable-; sabes hablar muy bien, amigo. ¡Guárdate de
una inteligencia demasiado grande!
El buda continuó su camino. Su mirada y su media sonrisa se grabaron para siempre en la
memoria de Siddharta.
«Así todavía no he visto mirar ni sonreír, sentarse o caminar a ninguna persona -pensó
Siddharta-; de verdad, que también me gustaría poder mirar y sonreír, sentarme y caminar tan
libremente, con tanta veneración, tan escondido, abierto, infantil y misterioso a la vez. Es verdad
que sólo mira y camina así una persona que ha penetrado en lo más interior de su propio ser. Bien,
también yo intentaré penetrar en lo más recóndito de mí mismo.
Hermann Hesse
Siddharta
16
«He visto a una persona -meditó Siddharta-, a una sola, ante la cual he tenido que bajar la
mirada. Ante nadie más quiero bajar mis ojos, ante nadie más. Ninguna doctrina me tentará, ya que
la doctrina de este hombre no me ha tentado.
«EI buda me ha robado -reflexionó Siddharta-. Me ha robado, pero más aún me ha regalado. Me
ha robado un amigo que creía en mí y que ahora cree en él, que era mi sombra y que ahora es la
sombra de Gotama. Pero me ha regalado a Siddharta, a mí mismo.»

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