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11/04/2008

Siddharta parte 4 y final del libro- HERMNA HESSE

OM
Durante mucho tiempo aún se resentía de la herida. Siddharta tuvo que pasar por el río muchos
viajeros que iban acompañados de un hijo o una hija. Le era imposible fijarse en ellos sin sentir
envidia, sin pensar:
«Tantas personas, tantos miles de personas poseen la más dulce felicidad. ¿Y por qué yo no?
Incluso son personas malas, bandidos y ladrones, y tienen hijos y los aman, y son amados por ellos.
Unicamente yo no lo tengo.»
Pensaba con tanta simpleza, que Siddharta ahora se parecía a esos seres humanos que nunca
pierden el fondo infantil.
Ahora observaba a las personas desde otro ángulo distinto; quizá menos inteligente y menos
orgulloso, pero más cálido, mas carinoso, con más interés. Cuando cruzaban viajeros corrientes,
gentes infantiles, comerciantes, guerreros, mujeres..., ya no se mostraba tan asombrado de esas
personas como antes. Los comprendía y se interesaba por su vida, que no se guiaba por raciocinios
y conocimientos, sino únicamente por instintos y deseos. Ahora sentía igual que ellos.
Aunque Siddharta se encontraba cerca de la perfección, llevaba consigo la última herida; ahora le
parecía que esos humanos pueriles eran sus hermanos; sus vanidades, deseos y absurdos perdían
ante él lo ridículo, se volvían comprensibles, simpáticos e incluso venerables. El amor ciego de una
madre hacia su hijo, el orgullo estúpido de un padre presumido por su único vástago, el afán
ofuscado de una mujer joven y frívola por las joyas, por la mirada de admiración de los hombres...,
todos esos instintos y pasiones simples y necias, pero de enorme fuerza, se imponían ahora ante
Siddharta con un poder avasallador; ya no eran chiquilladas. Se daba cuenta de que por todo ello la
gente vivía, deseaba lograr una infinidad de metas, efectuaba viajes, combatía en guerras, sufría
infinitamente, soportaba hasta lo indecible. Por ello, Siddharta los amaba; veía en ellos la vida, la
existencia, lo indestructibIe; el Brahma se hallaba en cada una de sus pasiones, de sus obras. Esos
seres le eran simpáticos y admirables por su ciega fidelidad, por su ofuscada fuerza y resistencia.
No les faltaba nada; y sin embargo, el sabio y el filósofo sólo les aventajaba en un detalle
diminuto: la conciencia, la idea consciente de la unidad de toda la vida.
Y Siddharta llegaba a veces a dudar de si esa idea o conocimiento tenía valor, o si quizá se
trataba también de otra necedad de los humanos pensadores. En todo lo demás, los seres
mundanos eran iguales a los sabios, incluso a menudo los superaban, como también los animales, al
obrar con fortaleza y sin dejarse inmutar.
Poco a poco maduraba en Siddharta la plena conciencia de saber lo que realmente era sabiduría,
la meta de su larga búsqueda. Sin embargo, no se trataba más que de una disposición de alma, de
una capacidad, de un arte secreto de poder pensar la teoría de la unidad en cualquier momento, en
medio de la vida, de poder sentir y respirar esa unidad.
Paulatinamente se abría esa flor en su interior, se reflejaba en el arrugado rostro aniñado de
Vasudeva: armonía, conocimiento de la eterna perfección del mundo, sonrisa, unidad.
No obstante, la herida le dolía aún; Siddharta pensaba en su hijo con ansiedad y amargura,
mantenía su amor y afecto dentro de su corazón, permitía que el dolor le consumiera, cometía todas
las necedades del amor. La llama no se podía apagar por sí sola.
Y un día, cuando la herida le desgarraba, Siddharta cruzó la otra orilla del río con ansiedad, se
bajó de la barca y se encontró dispuesto a dirigirse a la ciudad, en busca de su hijo. El río se
deslizaba suavemente, en silencio, ya que era el tiempo de la sequía. Sin embargo, su voz sonaba
de manera extraña: ¡Reía!
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Sencillamente, el río se reía. Evidentemente se reía del viejo barquero. Siddharta se detuvo, se
inclinó hacia el agua para poderla escuchar mejor, y vio reflejado su rostro; aquella cara le
recordaba cosas pasadas, y se dio cuenta de lo siguiente: aquel rostro se parecía mucho a otro que
él había conocido, amado e incluso temido. Se parecía al de su padre, el brahmán. Y recordó que
hacía mucho tiempo, de joven, había obligado a su padre a que le dejara marcharse con los ascetas;
y luego fue su despedida, su marcha y su aplazado regreso. ¿No había sufrido su padre la misma
pena que hoy sufría Siddharta por su hijo? ¿No había muerto su padre hacía tiempo, solo, sin haber
visto a su hijo una vez más? ¿Por qué no tenía que esperar Siddharta la misma suerte? ¿No se
trataba de una farsa, de una circunstancia rara y estúpida, esa repetición, ese recorrer el mismo
círculo fatal?
El río se reía. Sí, así era; todo lo que no se había terminado de sufrir y solucionar, regresaba de
nuevo. Siempre se volvían a sufrir las mismas penas. Y Siddharta regresó a la barca, volvió a la
choza y siguió pensando en su padre, en su hijo, en el río que se burlaba, en su enemistad consigo
mismo. Iba a desesperarse, incluso a echarse a reír, con el propio río, de sí mismo y de todo el
mundo.
Sí, todavía no florecía la herida; el corazón aún se defendía contra el destino. Todavía no brillaba
la serenidad y la victoria del sufrimiento. Pero Siddharta sentía la esperanza, y al regresar a la choza
un deseo irresistible le obligó a abrir su alma ante Vasudeva, a mostrarle todo, a contarle todo al
maestro de audiencia.
Vasudeva se encontraba en la cabaña trenzando un cesto. Ya no conducía la barca, pues sus ojos
empezaban a volverse débiles; y no tan sólo le fallaba la vista, sino también los brazos y las manos.
Lo único que no cambiaba era su floreciente alegría y la serena benevolencia del rostro.
Siddharta se sentó junto al anciano y empezó a hablar lentamente. Ahora contaba lo que nunca
había dicho: sobre su camino hacia la ciudad, de la herida dolorosa, de su envidia al ver a otros
padres felices, de su conocimiento, de la necedad ante tales deseos, de su inútil lucha contra todo
aquello. Lo contó todo; podía decirle todo, incluso lo más delicado; a Vasudeva se le podía explicar
todo, mostrárselo, narrárselo. Le mostró su herida, le contó su última fuga: cómo hoy se había
dirigido al otro lado del río, como un niño fugitivo, dispuesto a ir a la ciudad. Y de cómo el río se le
había burlado.
Habló durante largo tiempo. Mientras se desahogaba. Vasudeva escuchaba con su cara
sonrosada; Siddharta sentía que esa atención de Vasudeva era más fuerte que nunca. Notó que sus
dolores y temores se le transmitían, y cómo Vasudeva se los devolvía.
Mostrar la herida a ese oyente era como bañarla en el río hasta que se refrescara la herida y el
cuerpo que la padecía. Y Siddharta continuó hablando, reconociendo, confesando; cada vez se
percataba que el que le escuchaba ya no era Vasudeva, ya no era aquel hombre inmóvil, que se
impregnaba de su confesión como el árbol se empapa con la lluvia; ese ser inmóvil era el propio río,
el dios mismo, la eternidad. en persona.
Y a la vez que Siddharta dejaba de pensar en sí mismo y en su herida, empezaba a comprender
el cambio de Vasudeva; cuanto más lo sentía y penetraba, menos sorprendente le parecía; percatábase
entonces de que todo era natural. Vasudeva ya hacía tiempo que estaba así, casi desde
siempre, únicamente que Siddharta no se había dado cuenta. También a Siddharta le faltaba muy
poco para llegar a ser igual que Vasudeva. Sentía que ahora le miraba como el pueblo observa a los
dioses, y que esa situación no podía durar; su corazón comenzó a despedirse de Vasudeva, mientras
su boca continuaba hablando sin detenerse.
Cuando terminó, Vasudeva dirigió a él su mirada amable, ya algo débil; no pronunció una
palabra, su rostro silencioso expresaba amor y serenidad, comprensión y sabiduría. Tomó la mano
de Siddharta, la condujo al banco junto a la orilla del río, y se sentó con él. Vasudeva sonrió a la
corriente.
-Le has oído reír -comentó-. Pero no lo has oído todo. Escuchemos y verás cómo dice más cosas.
Y prestaron atención. El canto polífono del agua se oía suavemente. Siddharta tenía la mirada fija
en el río y en la corriente se le aparecieron imágenes: su padre solitario, llorando por el hijo;
Siddharta mismo, también solitario y atado a su hijo con los lejanos brazos del anhelo; también su
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hijo, el joven Siddharta, ansioso, corriendo por la ardiente senda de los jóvenes deseos. Cada uno
se hallaba dirigido hacia su meta, obsesionado con su fin, sufriendo por su objetivo. El río lo narraba
todo con voz de sufrimiento, con cantos ansiosos, tonalidades tristes, corrientes curiosas.
«¿Lo oyes?», preguntó la mirada silenciosa de Vasudeva.
Siddharta negó con la cabeza.
-¡Escucha mejor! -susurró Vasudeva.
Siddharta se esforzó por atender mejor. La imagen de su padre, la suya y la de su hijo se
juntaban; también se le apareció la figura de Kamala, pero se deshizo; igualmente vio la imagen de
Govinda y de otros, y todas se entremezclaban y terminaban por desaparecer en el agua; todas
corrían como el río, hacia su meta, ansiosos, sufriendo. Y la voz del río resonaba llena de ansiedad,
de dolor, de un deseo insaciable.
El río corría hacia su meta. Siddharta observaba a ese río forjado por él, por los suyos, por todas
las personas a las que jamás había visto. Todas las corrientes de agua se deslizaban con prisa,
sufriendo, hacia sus fines, y en cada meta se encontraban con otra, y llegaban a todos los objetivos,
y siempre seguía otro más; y el agua se convertía en vapor, subía al cielo, se transformaba en
lluvia, se precipitaba desde el cielo, se convertía en fuente, en torrente, en río, y de nuevo se
deslizaba corriendo hacia su próximo fin.
Pero aquella voz ansiosa había cambiado. Aún sonaba con resabios de sufrimiento y ansiedad,
pero a ella se le unían otras voces de alegría y sufrimiento, sonidos buenos y malos, que reían y
lloraban. Cien voces, mil voces.
Siddharta escuchaba. Ahora tan sólo permanecía atento, totalmente entregado a esa sensación;
completamente vacío, sólo dedicado a asimilar, se daba cuenta de que acababa de aprender a
escuchar. Ya, en muchas ocasiones, había oído las voces, el río, pero hoy sonaban diferentes. Ya no
podía diferenciar las alegres de las tristes, las del niño y las del hombre: todas eran una, el lamento,
el anhelo y la risa del sabio, el grito de ira y el suspiro del moribundo. Todo era uno, todo
permanecía estrechamente enlazado, y mil veces entremezclado.
Y todo aquello unido era el río, todas las voces, los fines, los anhelos, los sufrimientos, los
placeres; el río era la música de la vida. Y cuando Siddharta escuchaba con atención al río, podía oír
esa canción de mil voces; y sino escuchaba el dolor ni la risa, si no ataba su alma a una de aquellas
voces y no penetraba su yo en ella ni oía todas las tonalidades, entonces percibía únicamente el
total, la unidad. En aquel momento, la canción de mil voces, consistía en una sola palabra: el Om, la
perfección.
«¿Lo oyes?», le preguntó nuevamente la mirada de Vasudeva.
Su sonrisa era clara; todas las arrugas de su vetusto rostro brillaban, como cuando el Om flota
sobre todas las voces del río. Su sonrisa era diáfana cuando se dirigía al amigo; y ahora también el
rostro de Siddharta brillaba con la misma clase de sonrisa. Su herida florecía, su sufrimiento se
iluminaba, su yo había entrado en la unidad.
En aquel momento, Siddharta dejó de luchar contra el destino, terminó el sufrir. En su cara se
dibujaba la serenidad que da la sabiduría, a la que ya no se opone ninguna voluntad, la que conoce
toda la perfección, la que está de acuerdo con el río de los sucesos, con la corriente de la vida, lleno
de igualdad de sentimientos, entregado a la corriente, perteneciente a la unidad.
Cuando Vasudeva se levantó de su asiento junto a la orilla, miró a los ojos de Siddharta y
observó en ellos el brillo y la serenidad de la sabiduría; suavemente le tocó el hombro con la mano,
con cariño y cuidado, y declaró:
-He estado esperando este momento, amigo. Ahora que ha llegado, por fin, dejad que me
marche. Durante mucho tiempo he aguardado; ya he sido bastante tiempo el barquero Vasudeva.
¡Adiós, río! ¡Adiós, choza! ¡Adiós, Siddharta!
Siddharta se inclinó profundamente ante Vasudeva.
-Lo sabía -manifestó en voz baja-. ¿Te irás a los bosques?
-Me voy a los bosques, hacia la unidad -contestó Vasudeva, y su rostro resplandecía.
Se alejó con rostro refulgante; Siddharta le siguió con la mirada llena de profunda alegría, de
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honda serenidad; contempló su caminar lleno de paz, observó su cabeza rodeada de resplandor, vio
su cuerpo rebosante de luz.
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GOVINDA
En una ocasión se encontraba Govinda con otros monjes descansando en el jardín que la
cortesana Kamala había regalado a los discípulos de Gotama. Oyó hablar de un viejo barquero que
vivía junto al río, a la distancia de una jornada, y que era considerado como un sabio. Cuando llegó
el día en que tuvo que continuar su camino, Govinda eligió el camino en dirección a la barca, ya que
deseaba conocer a aquel barquero. Pues, a pesar de que él había vivido toda su existencia según las
reglas, y aunque los monjes jóvenes le respetaban por su edad y modestia, dentro de su corazón no
se había apagado la llama de la inquietud y la búsqueda.
Llegó al río, rogó al viejo que le llevara al otro lado, y cuando bajaron de la barca, declaró:
-Mucho bien nos has hecho a nosotros, los monjes y peregrinos, ya que a la mayoría nos cruzaste
por este río. ¿No eres tú también, barquero, uno de los que buscan el camino de la verdad?
Los ojos viejos de Siddharta sonrieron al contestar:
~Te encuentras también tú entre los que buscan, venerable? Mas, ¿no tienes ya muchos años y
llevas el hábito de los monjes de Gotama?
-Aunque soy viejo -repuso Govinda-, no he dejado de buscar. Jamás dejaré de hacerlo: ése
parece ser mi destino. Y creo que tú también has buscado. ¿Quieres darme un consejo, venerable?
Siddharta declaró:
-¿Qué podría decirte, venerable? Quizá que has buscado demasiado. Que de tanto buscar, no
tienes ocasión para encontrar.
-¿Cómo es eso? -preguntó Govinda.
-Cuando alguien busca -continuó Siddharta-, fácilmente puede ocurrir que su ojo sólo se fije en lo
que busca; pero como no lo halla, tampoco deja entrar en su ser otra cosa, ya que únicamente
piensa en lo que busca, tiene un fin y está obsesionado con esa meta. Buscar significa tener un
objetivo. Encontrar, sin embargo, significa estar libre, abierto, no necesitar ningún fin. Tú,
venerable, quizás eres realmente uno que busca, pues persiguiendo tu objetivo, no ves muchas
cosas que están a la vista.
-Todavía no te comprendo muy bien -objetó Govinda-. ¿Qué quieres decir?
Y Siddharta contestó:
-Hace tiempo, venerable, hace muchos años, que ya estuviste aquí una vez, junto a este río, y en
su ribera hallaste a una persona durmiendo; entonces te sentaste a su lado para velar su sueño.
Pero no reconociste a la persona que dormía, Govinda.
Sorprendido, y como hechizado, el monje miró a los ojos del barquero.
-¿Eres tú, Siddharta? -preguntó con voz temblorosa-. ¡Tampoco esta vez te habría reconocido!
¡Te saludo de corazón, Siddharta, y me alegra profundamente volverte a ver! Has cambiado mucho,
amigo... ¿Así que te has convertido en barquero?
Siddharta sonrió amablemente.
-Pues, sí, en barquero. Hay que cambiar mucho, Govinda. Hay quien debe llevar muchos hábitos,
y yo soy uno de ellos, amigo. Sé bien venido, Govinda, y quédate esta noche en mi choza.
Govinda permaneció aquella noche en la cabaña y durmió en el lecho que antes fuera de
Vasudeva. Interrogó mucho a su amigo de juventud, y Siddharta se vio obligado a contarle su vida.
Cuando a la mañana siguiente había llegado la hora de empezar la marcha diaria, preguntó
vacilante Govinda:
-Antes de continuar mi camino, Siddharta, permíteme una pregunta. ¿Tienes una doctrina?
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¿Tienes una fe o una creencia que sigues, que te ayuda a vivir y a obrar bien?
Siddharta declaró:
-Tú ya sabes, amigo, que de joven, cuando vivía con los ascetas, en el bosque, llegué a creer que
debía desconfiar de las doctrinas y los profesores, y darles la espalda. No he cambiado de opinión.
No obstante, he tenido muchos otros maestros desde entonces. Incluso una bella cortesana fue mi
instructora por un largo tiempo, así como un rico comerciante y unos jugadores de dados. También
lo ha sido en una ocasión un discípulo de Buda; estaba sentado a mi lado, en el bosque, cuando yo
me había adormecido en mi peregrinar. También aprendí de él, y le estoy agradecido, de veras. Sin
embargo, de quien aprendí más fue de este río y de mi antecesor, el barquero Vasudeva. Era una
persona muy sencilla; no se trataba de ningún filósofo, y sin embargo, sabía tanto como Gotama:
era perfecto, un santo.
Govinda exclamo:
-¡Me parece, Siddharta, que todavía te gusta la burla! Te creo y sé que no has seguido a ningún
profesor. ¿Pero, acaso no has encontrado tú mismo esta doctrina, con algunos razonamientos o
conocimientos tuyos, que te ayuden a vivir? Si quisieras decirme alguna de esas teorías, alegrarías
mi corazón. Siddharta repuso:
-He tenido ideas, sí, e incluso razonamientos de vez en cuando. En alguna ocasión he creído
sentir en mí cómo se percibe la vida en el corazón, pero tan sólo por una hora o un día. Eran
muchas las ideas, y me sería difícil comunicártelas. Mira, Govinda, ésta es una de las cuestiones que
he descubierto: la sabiduría no es comunicable. La sabiduría que un erudito intenta comunicar,
siempre suena a simpleza.
-¿Bromeas? -inquirió Govinda.
-No. Digo lo que he encontrado. El saber es comunicable, pero la sabiduría no. No se la puede
hallar, pero se la puede vivir, nos sostiene, hace milagros: pero nunca se la puede explicar ni
enseñar. Esto era lo que ya de joven pretendía, y lo que me apartó de los profesores.
«He encontrado otra idea que tú, Govinda, seguramente tomarás por broma o chifladura, pero,
en realidad, se trata de mi mejor pensamiento. Es éste: ¡Lo contrario a cada verdad es igual de
auténtico! O sea: una verdad sólo se puede pronunciar y expresar con palabras si es unilateral. Y
unilateral es todo lo que se puede expresar con pensamientos y declarar con palabras; todo lo
unilateral, todo lo mediocre, todo lo que carece de integridad, de redondez, de unidad».
«Cuando el venerable Gotama enseñaba el mundo por medio de palabras, lo tenía que dividir en
sansara y nirvana en ilusión y verdad, en sufrimiento y redención. No es posible otra forma para el
que desea enseñar. No obstante, el mundo mismo, lo que existe a nuestro alrededor y en nuestro
propio interior, nunca es unilateral. Jamás un hombre o un hecho es del todo sansara o del todo
nirvana nunca un ser es completamente santo o pecador. Nos parece que es así porque nos
hacemos la ilusión de que el tiempo es algo real. Y el tiempo no es real, Govinda, lo he
experimentado muchísimas veces. Y si el tiempo no es real, también el lapso que parece existir
entre el mundo y la eternidad, entre el sufrimiento y la bienaventuranza, entre lo malo y lo bueno,
es una ilusión».
-¿Qué quieres decir? -preguntó Govinda angustiado.
-¡Escucha bien, amigo, escucha bien! El pecador, que lo somos tú y yo, es pecador, pero algún
día volverá a ser Brahma, llegará a nirvana será buda..., y ahora fíjate bien: ese «algún» es una
ilusión. ¡Es sólo metáfora! El pecador no está en camino hacia el budismo, no se encuentra en un
desarrollo, aunque no nos lo podemos imaginar de otra forma. No; en el pecador, ahora y hoy, ya
está presente el buda futuro, todo su futuro, en él, en ti, en todo se debe respetar el posible buda
escondido.
«EI mundo, amigo Govinda, no es imperfecto, ni se encuentra en un camino lento hacia la
perfección. No; él es perfecto en cualquier momento. Todo pecado ya lleva en sí el perdón, todos los
lactantes, la muerte; todos los moribundos, la vida eterna. Ningún ser humano es capaz de ver en el
otro en qué situación se halla dentro de su camino: en el ladrón y en el jugador espera el buda, en
el brahmán espera el ladrón».
«En la profunda meditación existe la posibilidad de anular el tiempo, de ver toda la vida pasada,
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presente y futura a la vez, y entonces todo es bueno, perfecto: es brahma. Por ello, lo que existe
me parece bueno; creo que todo debe ser así, tanto la muerte como la vida, el pecado o la santidad,
la inteligencia o la necedad; todo necesita únicamente mi afirmación, mi buena voluntad, mi
conformidad de amante: entonces es bueno para mí, y nunca podrá perjudicarme».
«He experimentado en mi propio cuerpo, en mi misma alma, que necesitaba el pecado, la
voluptuosidad, el afán de propiedad, la vanidad, y que precisaba de la más vergonzosa
desesperación para aprender a vencer mi resistencia, para instruirme a amar al mundo, para no
compararlo con algún mundo deseado o imaginado, regido por una perfección inventada por mí, sino
dejarlo tal como es y amarlo y vivirlo a gusto».
«Estas son, Govinda, algunas de las ideas que se me han ocurrido».
Siddharta se inclinó, levantó una piedra del suelo y la sopesó en la mano.
-Esto -declaró mientras jugaba-, es una piedra, y dentro de un tiempo quizá sea polvo de la
tierra, y de la tierra pasará a ser una planta, o animal o un ser humano. En otro tiempo hubiera
dicho:
«Esta piedra sólo es piedra, no tiene valor, pertenece al mundo de Maja; pero como en el circuito
de las transformaciones también puede llegar a ser un ente humano y un espíritu, por ello le doy
valor». Así, quizás, hubiera pensado antes. Pero ahora razono: esta piedra es una piedra, también
un animal, también un dios, también un buda; no la venero ni amo porque algún día pueda llegar a
ser esto o lo otro, sino porque todo esto lo es desde hace tiempo, desde siempre. Y, precisamente,
esto que ahora se me presenta como una piedra, que ahora y hoy veo que es una piedra,
justamente por ello la amo y le doy un valor y un sentido en cada una de sus líneas y huecos, en el
amarillo, en el gris, en la dureza, en el sonido que produce cuando la golpeo, en la sequedad o
humedad de su superficie.
»Hay piedras que al tocarlas parecen aceite o jabón, y otras semejan hojas o arena, y cada una
es diferente y roza el Orn a su manera; cada una es Brahma, pero a la vez es una piedra, está
grasienta o jabonosa, y precisamente esto es lo que me gusta y me parece maravilloso y digno de
adoración.
»Pero no me hagas hablar más sobre todo ello. Las palabras no son buenas para el sentido
secreto; en cuanto se pronuncia algo ya cambia un poquito, se lo falsifica..., sí, y también esto es
muy bueno y me gusta asimismo, estoy muy de acuerdo que lo que es tesoro y sabiduría de una
persona, parezca a otra una locura.
Govinda escuchaba en silencio.
-¿Por qué me has dicho lo de la piedra? -preguntó vacilante, tras una pausa.
-Lo dije con intención. O quizás he querido declarar que amo precisamente a la piedra y al río, a
esas cosas que contemplamos y de las que podemos aprender. Govinda, puedo amar a una piedra, a
un árbol o a su corteza. Son objetos que pueden amarse. Pero no a las palabras. Por ello, las
doctrinas no me sirven, no tienen dureza, ni blandura, no poseen colores, ni cantos, ni olor, ni
sabor, no encierran más que palabras. Acaso sea eso lo que te impide encontrar la paz, quizá sean
tantas palabras. También redención y virtud, lo mismo que sansara y nirvana son sólo palabras,
Govinda. Fuera del nirvana no existe nada más: únicamente palpita el vocablo nirvana.
Govinda exclamó:
-Amigo, nirvana no es tan sólo un término. Nirvana es un pensamiento.
Siddharta continuó:
-Un pensamiento, puede ser así. Amigo, he de hacerte una confesión: no me gusta diferenciar
mucho entre pensamientos y palabras. Para serte sincero, tampoco soy partidario de las teorías. Me
gustan más los objetos. Aquí, en esta barca, por ejemplo, mi antecesor fue un hombre, un santo
que durante muchos años creyó simplemente en el río, en nada más. Notó él que la voz del río le
hablaba; de ella aprendió, pues el agua le educó y enseñó; el río le parecía un dios. Durante muchos
años ignoró que todo viento, nube, pájaro o escarabajo, es igual de divino, y sabe tanto que
también puede enseñar como el río. No obstante, cuando ese santo se marchó a los bosques, lo
sabía todo, más que tú y yo, y sin profesor, ni libros; únicamente porque había creído en el río.
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Govinda replicó:
-Pero, lo que tú llamas «objeto», ¿es realmente algo que tiene sustancia? ¿No se trata sólo de un
engaño de Maja: únicamente imagen y apariencia? Tu piedra, tu árbol, tu río..., ¿son realidades?
-Tampoco eso me preocupa mucho -repuso Siddharta-. ¡Qué más da que las cosas sean engaños
o no! Y silo son, también yo lo seré entonces, y de ese modo nunca me importará. Este es el motivo
que me obliga a tenerles tanto aprecio y veneración: son mis semejantes. Por ello puedo amarlos.
»Y ahora voy a exponerte una teoría de la que te vas a reír: el amor, Govinda, me parece que es
lo más importante que existe. Penetrar en el mundo, explicarlo y despreciarlo, puede ser cuestión de
interés para los grandes filósofos. Pero para mí, únicamente me interesa el poder amar a ese
mundo, no despreciarlo; no odiarlo ni aborrecerme a mí mismo; a mí sólo me atrae la contemplación
del mundo y de mí mismo, y de todos los seres, con amor, admiración y respeto.
-Eso sí que lo comprendo -interrumpió Govinda-. Pero precisamente fue este punto lo que el
majestuoso reconoció como engaño. Gotama ordena benevolencia, respeto, compasión, tolerancia,
pero no amor; nos prohibió atar a nuestro corazón en el amor hacia lo terrenal.
- Lo sé -repuso Siddharta. Y su sonrisa tenía un brillo dorado-. Lo sé, Govinda. Y mira, ya nos
encontramos en medio de la espesura de las opiniones, en la discusión por palabras. No puedo
negarlo: mis palabras sobre el amor contradicen, mejor dicho, parece que contradicen a las palabras
de Gotama. Esa es la causa que me hace desconfiar de los términos, pues sé que esta contradicción
es un engaño. Sé que estoy de acuerdo con Gotama. ¡Es imposible que el majestuoso no conozca el
amor! ¡El, que ha llegado a conocer todo lo humano en su carácter transitorio y vanidoso, y que a
pesar de ello amó tanto a los seres humanos! ¡El, que empleó toda su larga y penosa vida
únicamente para ayudarles, para enseñarles!
»También en Gotama, tu maestro, prefiero sus hechos antes que sus palabras. Sus actos y su
vida me parecen más importantes que sus oraciones, el gesto de su mano es más interesante que
sus opiniones. No veo su grandeza en el hablar, ni en el pensar, sino en sus obras y su existencia.
Durante mucho tiempo permanecieron callados los dos ancianos. Entonces Govinda dijo al
despedirse:
-Te agradezco, Siddharta, que me hayas comunicado tus pensamientos. Por un lado son
extraños, y no todos los entendí de primera intención. Pero sea como sea, te lo agradezco y deseo
que pases tus días en paz.
«Sin embargo -pensó para sus adentros-, este Siddharta es una persona extraña, habla de raras
teorías y su doctrina me suena a locura. La del majestuoso se ve más clara, distinta, pura,
comprensible; no contiene nada de rarezas, ni locuras o ridiculeces. Pero ya no me parecen tan
distintos al majestuoso, las manos y los pies de Siddharta, ni su frente, su aliento, su sonrisa, su
saludo, su manera de andar. Jamás nadie, después de que nuestro majestuoso buda entrara en el
nirvana me obligó a exclamar: ¡Este es un santo! Sólo ante Gotama, y ahora ante Siddharta.
Aunque su doctrina sea extraña y sus palabras suenen a locura, la mirada, la mano, la piel, el
cabello, todo él respira una pureza, una tranquilidad, una serenidad y clemencia y santidad que no
he visto en ningún otro hombre, después de la muerte de nuestro majestuoso profesor.»
Mientras Govinda pensaba así, en su corazón mantenía un conflicto, y de nuevo se sintió atraído
a Siddharta por amor. Se inclinó profundamente ante aquel hombre que se hallaba sentado, lleno de
serenidad.
-Siddharta -empezó-, hemos llegado a ser hombres viejos. Difícilmente en esta vida volveremos a
encontrarnos. Veo, amigo, que has hallado la paz. Yo te confieso que no la he conseguido. ¡Dime,
venerable, una palabra más! ¡Dame algo para el camino, algo que pueda entender y comprender!
Concédeme algo para ese camino. Frecuentemente mi marcha es difícil y sombría, Siddharta.
Siddharta no pronunció palabra; le miró con sonrisa tranquila, siempre igual. Govinda clavó su
vista fijamente en su rostro, con temor, con anhelo. Su mirada expresaba sufrimiento y una búsqueda
eterna y un eterno rastrear.
Siddharta le observó y sonrió.
- ¡ Acércate a mí! - susurró al oído de Govinda -. ¡ Acércate a mí! ¡Así, más cerca! ¡Muy cerca! Y
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ahora, ¡besa mi frente, Govinda!
Y sucedió algo maravilloso mientras Govinda obedecía sus palabras, entre un presentimiento y el
amor que le atraía: se le acercó mucho y rozó su frente con los labios. Todo ocurrió mientras sus
pensamientos se ocupaban todavía de las extrañas palabras de Siddharta, mientras se esforzaba
aún por quitar el tiempo en vano y con resistencia de sus pensamientos, y de imaginarse el nirvana
y sansara como una misma cosa, a la vez que sentía desprecio por las palabras de su amigo y
luchaba en su interior con un enorme respeto y amor. Así fue.
Ya no contemplaba el rostro de su amigo Siddharta, sino que veía otras caras, muchas, una larga
hilera, un río de rostros, de centenares, de miles de facciones; todas venían y pasaban, y sin
embargo, parecía que todas desfilaban a la vez, que se renovaban continuamente, y que al mismo
tiempo eran Siddharta. Observó la cara de un pez, de una carpa, con la boca abierta por un inmenso
dolor, de un pez moribundo, con los ojos sin vida..., vio la cara de un niño recién nacido, encarnada
y llena de arrugas, a punto de echarse a llorar..., divisó el rostro de un asesino, le acechó mientras
hundía un cuchillo en el cuerpo de una persona..., y al instante vislumbró a este criminal arrodillado
y maniatado, y cómo el verdugo le decapitó con un golpe de espada..., distinguió los cuerpos de
hombres y mujeres desnudos y en posturas de lucha, en un amor frenético..., entrevió cadáveres
quietos, fríos, vacíos..., reparó en cabezas de animales, de jabalíes, de cocodrilos, de elefantes, de
toros, de pájaros..., observó a los dioses, reconoció a Krishna y a Agni..., captó todas estas figuras y
rostros en mil relaciones entre ellos, cada una en ayuda de la otra, amando, odiando, destruyendo y
creando de nuevo. Cada figura era un querer morir, una confesión apasionada y dolorosa del
carácter transitorio; pero ninguna moría, sólo cambiaban, siempre volvían a nacer con otro rostro
nuevo, pero sin tiempo entre cara y cara... Y todas estas figuras descansaban, corrían, se creaban,
flotaban, se reunían, y encima de todas ellas se mantenía continuamente algo débil, sin sustancia,
pero a la vez existente, como un cristal fino o como hielo, como una piel transparente, una cáscara,
un recipiente, un molde o una máscara de agua; y esa máscara sonreía, y se trataba del rostro
sonriente de Siddharta, el que Govinda rozaba con sus labios en aquel momento.
Así vio Govinda esa sonrisa de la máscara, la sonrisa de la unidad por encima de las figuras, la
sonrisa de la simultaneidad sobre las mil muertes y nacimientos; esa sonrisa de Siddharta era
exactamente la misma del buda, serena, fina, impenetrable, quizá bondadosa, acaso irónica,
siempre inteligente y múltiple, la sonrisa de Gotama que había contemplado cien veces con profundo
respeto. Govinda lo sabía: así sonríen los que han alcanzado la perfección.
Sin saber si existía el tiempo, si había pasado un segundo o cien años, desconociendo si eran
realidad un Gotama, un Siddharta, si vivía el yo y el tú, alcanzado su interior por una flecha divina
cuya herida es dulce, encantado y roto su corazón..., Govinda permaneció todavía un tiempo
inclinado sobre el rostro bronceado de Siddharta, el que besara hacía un momento, el que fuera
escenario de todas las transformaciones, de todos los orígenes, de todo lo existente.
El rostro de Siddharta no había cambiado tras cerrarse en su superficie la profundidad y la
multiplicidad; sonreía serena, suavemente, quizá muy bondadoso, acaso irónico, exactamente como
había sonreído el majestuoso.
Govinda se inclinó profundamente: las lágrimas rodaron por sus mejillas arrugadas, sin que él
siquiera lo notara; sintió como fuego su más profundo amor, su más modesta veneración en el
alma. Se inclinó ante Siddharta casi hasta el suelo; Siddharta permanecía sentado, sin moverse, y
su sonrisa recordaba que jamás había amado, que nunca en la vida había tenido algo que
considerase valioso y sagrado.
Fin
Hermann Hesse
Siddharta
57
Primera parte
El hijo del brahmán .........................................................................................................3
Con los samanas..............................................................................................................7
Gotama......................................................................................................................... 12
Despertar ....................................................................................................................... 17
Segunda Parte
Kamala.......................................................................................................................... 19
Con los humanos ........................................................................................................... 25
Sansara ......................................................................................................................... 29
Junto al río .................................................................................................................... 33
El barquero ....................................................................................................................38
El hijo ............................................................................................................................ 44
Om................................................................................................................................ 48
Govinda ......................................................................................................................... 52

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